Las disposiciones legales establecen que el Ejecutivo cesa tras la celebración de elecciones generales, pero continúa en ejercico hasta la toma de posesión del sucesor. Así que tenemos un Gobierno en funciones que limitará su gestión al despacho de los asuntos de trámite. Está, pero no ejerce, se centra en la gestión corriente y va recogiendo velas y recuerdos en espera de un traspaso con un calendario tasado, pausado y dilatado, algo que no cuadra con las urgencias actuales.
De golpe el país ha tomado conciencia de que no hay tiempo que perder y se cree que una interinidad, ciertamente marcada por la legalidad vigente, es peligrosa. Europa vive uno de los peores momentos de la posguerra y está sumida en una crisis que pone en peligro el delicado mecanismo del sistema de pagos internacional. Nadie niega ya que España está al borde del abismo, con una prima de riesgo insoportable, y que la espera paciente no es la mejor respuesta.
Por eso las gentes demandan medidas que ayuden a mitigar la inquietud. Se pide acelerar el traspaso, avanzar el nuevo Gobierno, proclamar el plan de choque para atajar la parálisis que podría parar la máquina. Pero los políticos piden tranquilidad, señalan que la prisa es mala consejera y que nos es conveniente forzar la legalidad para ganar unos días.
El problema es que se retrasó más allá de lo responsable la convocatoria electoral y que el panorama se ha complicado gravemente. El que va detrás tiene que correr más para recuperar el tiempo perdido, y esa es la realidad a la que se va a enfrentar el nuevo Gobierno. De ahí las urgencias.
