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Sucesión

Rubalcaba se jugaba buena parte de su capital político en las elecciones del 20-N, unos comicios que el veterano líder socialista planteó en clave interna. Sabía que no podía romper la ola azul y que tenía que pagar su cuota correspondiente de la factura de la crisis y por ello su estrategia de acción y comunicación se dirigió a recuperar el orgullo los socialistas, de unas bases desmoralizadas y desmovilizadas. Aspiraba a salvar los muebles y sumar voluntades para consolidar su poder y su derecho a llevar las riendas del Psoe en la nueva etapa.
La debacle del 20-N ha convertido la sucesión en un guirigay y dicen los entendidos que en los cuarteles del partido ya se oyen ruidos de sables. Hay explicables pugnas internas, visiones contrapuestas y ambiciones que asoman en un momento en el que ya se está intentando escribir apresuradamente el futuro. Y el debate se plantea entre la continuidad y la renovación.

Ahora está por ver si la pelea por las ideas hace acto de presencia en el seno de un partido en el que conviven diversas sensibilidades y generaciones. El problema es que el calendario agobia y que los socialistas necesitan un líder capaz de consensuar un mínimo común denominador y obrar en consecuencia.
El felipismo, reencarnado en Rubalcaba, parece caducado o, cuando menos, da serias muestras de agotamiento. El zapaterismo no tiene patrimonio que testar y eso resta valor de mercado a la carta de Carme Chacón, que sufrió un enorme varapalo el 20-N. Quedan las nuevas generaciones, una carta que no ha tenido oportunidad de emerger, de encabezar con nuevas personas un proyecto. Ese es su reto.

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