El Gobierno del PP está protagonizando una catarata de puestas de largo de casi todos los ministros con la presentación de cambios y reformas, avanzando propuestas contempladas en el programa electoral. Hasta el momento en la mayoría de casos se trata de reformular promesas, pero con ese estudiado calendario de presencias se está ganado protagonismo mediático y se reafirma la idea de gobierno reformista.
La mayoría de reformas anunciadas son declaraciones de intenciones, un reformismo exprés, a la carta, pero transmiten la idea de que algo va a cambiar y se fija otra idea, la de que queda mucho por hacer. Se intenta contraponer la imagen de un Ejecutivo inmovilista, sin aliento y sin ideas, el socialista, con la acción, un tanto vertiginosa, de un Ejecutivo dinámico, activo y con mucho camino por delante para corregir entuertos anteriores.
Algunos sostienen que en política económica –manda quien manda- no hay más alternativa que la cera que arde, y por ello se busca la diferenciación en otros temas referidos a la moral de costumbres en sentido amplio, algo que siempre concita alta sensibilidad social. Es una manera de marcar territorio, de enmendar algunas de las decisiones más contestadas del zapaterismo.
Pero lo que más ha dolido a los socialistas son las medidas que, en teoría y por ideología, les correspondía haber impulsado, y ahora ven cómo las realizan los populares. Con ello el Psoe consolida, muy a su pesar y a su discurso, la imagen de partido amigo de los banqueros. Con los socialistas los directivos de cajas ganaban mucho más y pagaban menos impuestos. El mundo al revés.
