La reforma laboral, todavía pendiente de aprobación parlamentaria, ha despertado rechazo entre los sindicatos de clase que, de momento, han salido a la calle a protestar y a tomar la temperatura de cara a convocar una huelga general. Casi nadie confía que los sindicatos, aparte de su reiterado no, aporten propuestas que ayuden a combatir un paro creciente que desintegra el tejido social.
Pero esta vez la partida de ajedrez entre sindicatos y Gobierno ha presentado una apertura imprevista. El Ejecutivo, sin andarse con rodeos, pasa al ataque al atribuir la protesta sindical a la pérdida de poder de negociación y a la defensa de sus privilegios. Casi a continuación, aparecieron los sueldos y otras mamandurrias que cobran algunos liberados sindicales. Son muchos miles de euros, tantos que han obligado a los interesados a declarar que ellos ingresan todo en las arcas del sindicato.
Mala papeleta para los sindicatos esas filtraciones, por supuesto poco casuales, que dibujan situaciones de privilegio de difícil venta en la sociedad. Es malo, ética y estéticamente, el discurso de condenar los latisueldos de los banqueros y a la vez beneficiarse de ellos. Es poco comprensible percibir comisiones por mediar en algunos ERE y es discutible el uso de muchas subvenciones, amén de aprovechar al límite la vidilla económica que les proporciona la gestión de los cursos de formación.
Se quiera o no, estamos ante un proceso de ajuste que demanda transparencia en el uso de recursos públicos y que obligará a los sindicatos a una reestructuración de su financiación. Eso duele, y no es para menos.
