Ha nacido en Italia el movimiento de las llamadas viudas blancas. Son esposas y otros familiares de personas que se han suicidado desesperados por la crisis y sus consecuencias. No hay datos fiables sobre la magnitud de ese fenómeno trágico, que no es una exclusiva italiana. No es una epidemia contagiosa, pero tampoco una rareza, pues siempre hubo gentes dispuestas a cortar de forma abrupta su presencia en este valle de lágrimas. Muchos de los que toman tan trágica decisión lo hacen con publicidad como forma de denuncia social.
El hartazgo, la desesperación y la incapacidad para sobrellevar la dura carga de la crisis provoca decisiones irreversibles entre los golpeados por las deudas y la falta de expectativas. El problema ya no son las depresiones y otros desajustes graves, lo dramático es que muchos recurren a la salida más traumática, la que no tiene posible vuelta atrás. En Grecia se llevan contabilizados 1.725 suicidios en los dos últimos años, una fuerte escalada sobre los datos habituales.
Y todo eso acontece en países de tradición cristiana, que desde siglos han vivido a la sombra ética y estética de la religión. En esas sociedades, como la nuestra, el suicidio es una palabra tradicionalmente prohibida. A los suicidas casi siempre se les negó un lugar en el cielo, en el camposanto y en los medios de comunicación. El suicidio era cosa del diablo en acción.
La crisis ha arruinado muchas vidas, cercenado esperanzas y cortado las alas de los que soñaban volar alto. La respuesta a la impotencia, no saber qué hacer, ver todas las puertas cerradas, conduce en ocasiones al abismo.
