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El camello y el ojo de la aguja

Ante la grave situación económica que estamos atravesando, he recordado un cuento del escritor mexicano Juan José Arreola sobre el viejo tema del camello que pasa por el ojo de una aguja. Se titula ‘En verdad os digo’ y más o menos es así:
Un científico, el profesor Arpad Niklaus, propone a los ricos del mundo que le financien una investigación con el propósito de descubrir cómo hacer que un camello pase por el ojo de una aguja. Básicamente el asunto consiste en convertir al camello en un haz de electrones, hacerlo pasar por el ojo de la aguja y reconstruirlo después. El científico convence a los ricos para que le presten apoyo económico con dos argumentos irrebatibles. Uno, si tiene éxito los ricos entrarán en el Reino de los Cielos. Dos, si no tiene éxito también entrarán, pues a base de aportar fondos para aquel absurdo e inacabable proyecto se convertirán en pobres, lo que les franqueará al fin la entrada al Paraíso.
La tesis de que los pobres entran en el cielo y los ricos no porque sí, es una idea maravillosa destinada a triunfar desde su mismo nacimiento, como así se ha demostrado a lo largo de la historia. Ningún estratega de marketing la hubiera diseñado mejor. Y es que creemos lo que queremos creer. Muchos estudiosos del comportamiento humano sostienen que el éxito de nuestra especie se debe a que, aun sabiéndolo, nos negamos a aceptar que podemos morir en el próximo minuto.
Una iglesia africana, la Iglesia Negra de Sión fundada en 1910 por el obispo Engenas, que como es lógico recibió su iluminación directamente de los cielos, obliga a sus miembros a abstenerse del alcohol, el tabaco, los medicamentos, el maquillaje y la carne de cerdo. Y sostiene, ésta es la base de su doctrina, que los blancos después de la muerte no entrarán en el Paraíso ‘pues nadie tiene derecho a gobernar dos veces’. El obispo Engenas, un pastor de la Iglesia Escocesa que fundó la suya propia en el Transvaal, dio en el clavo: la Iglesia de Sión tiene seis millones de fieles. Todos negros, claro está.
Aquí, en España, dado que no estamos en el Transvaal no podemos distinguir a los buenos de los malos por el color, pero tampoco hace falta ser un iluminado para hacerlo. Es fácil. Por otros signos. Los blancos son unos tipos con sueldos de vértigo que se jubilan untados de oro y siempre viajan en primera como gordos Fraguels de aquella serie de dibujos animados, Fraguel Rock. Y los negros somos los demás. Los diminutos y graciosos ‘curris’ que se pasan la vida entera trabajando, construyendo inútiles autopistas de caramelo para que los Fraguels las devoren golosamente sin ningún remordimiento. Una extraña simbiosis en la que el parásito es el poderoso y la víctima el pequeño.
Quizá debamos hacernos todos de la Iglesia de Sión. Ahora que viene el verano es buen momento: vayan a la playa y pónganse negros.

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