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Finales buenos y finales malos

Coincido en que lo más difícil de aceptar son los finales infelices y nos empeñamos en tratar de modificarlos sin tener en cuenta una realidad hostil y antipática que cuesta asumir y que no siempre está en sintonía con los propios deseos. El cine, la televisión y tantas y tantas publicaciones escritas e ilustradas se han encargado de ofrecer una imagen feliz y tierna de los mosqueteros que creó Dumas -bien que con la inestimable ayuda de un auténtico y desgraciado esclavo que escribía para él y al que pagaba una verdadera miseria- pero a todos estos consumidores de imagen y grafismo que se asoman con ligereza al mito les invitaría yo a continuar y llegar hasta el final de la trilogía para comprobar cómo el arcangélico y poético Aramis se convierte en un obispo indeseable y ambicioso que no tiene el más mínimo inconveniente en traicionar a sus amigos, que apela a la intriga y el deshonor y que es capaz de sobornar a un médico para que aligere mediante veneno la agonía del venerable superior de los Jesuitas al que está tratando de suceder y al que, una vez asesinado, sucede.
Frecuentemente, por tanto, nos quedamos en la superficie porque profundizar en la mayor parte de las cuestiones por muy triviales que aparenten resulta ingrato en general y muy poco entretenido. Y, para colmo de males, exige un cierto esfuerzo no exento de método que casi nunca puede considerarse bienvenido. Sin embargo, y aunque cueste trabajo y exija un mediano sacrificio, va siendo hora de recobrar la seriedad y el rigor como paso previo a un nuevo intento de regeneracionismo social, que es imprescindible. Nos están tundiendo por ser informales y ha llegado el tiempo de demostrar que no vamos a seguir siéndolo.

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