La penosa situación económica, casi una epidemia, está provocando un sarpullido social llamado a desembocar en una demanda de responsabilidades a los protagonistas de los fiascos empresariales y a los irresponsables que han colocado al borde del precipicio. No es fácil sustanciar esta cuestión, en la que presumiblemente se mezclan la impericia, la coyuntura adversa y, en algunos casos, el dolo, pero no se pueden tapar los oídos ante lo que es un clamor.
Y es que la ciudadanía está escamada ante la actitud de los políticos y los delitos de cuello blanco. Un robagallinas puede terminar en la cárcel, pero el que arruina a millones de personas se puede ir de rositas. La precariedad de unos se paga penalmente y los excesos de los opulentos que olvidan principios básicos de conducta pueden acabar confundidos con rescates, ayudas y llamadas a mejores tiempos para tirar de la manta.
El desaguisado alcanza proporciones tan elevadas que las llamadas a la prudencia, la cautela y el patriotismo no terminan de abrirse paso. Los sondeos del CIS confirman que la opinión califica muy negativamente a la clase política y entiende que esa actitud cerrada, opaca y oculista, es un tic corporativista, defensa mutua: hoy por ti, mañana por mí.
Obviamente la transparencia y el castigo de los responsables o irresponsables es una medida de higiene social imprescindible. Las irregularidades han sido tantas, tan extensas e intensas, que no valen paños calientes. Simplemente es una cuestión de justicia, que no es poco, aunque probablemente sea imposible reparar los males causados a millones de víctimas.
