El mundo, especialmente Europa, estaba y sigue estando en vilo por las elecciones griegas del domingo. El 17 era el día crítico, aunque está por ver si los resultados clarificarán la situación. Han ganado los conservadores, pero la izquierda radical le pisa los talones. Era una elección en la que se votaba entre los que demandan una renegociación con Europa y los que no aceptan los acuerdos establecidos.
Se trataba, en suma, de una elección entre lo malo y lo peor, entre los que quieren renegociar el memorándum de la UE y relajar las condiciones fijadas y los que en la desesperación del empobrecimiento se rebelan contra los programas de ajuste y entienden que la mejor forma de aligerar los compromisos es no cumplirlos. Unos se niegan a pagar y otros saben que no podrán hacerlo, pero luchan por dilatar los plazos y dejar que el tiempo ayude a minimizar la tragedia, ese género griego por excelencia.
También sabe Europa que Grecia no puede pagar, que presenta grandes problemas de solvencia, pero parece incapaz de salir de la encrucijada en que se encuentra. Grecia es una china en el zapato de la UE y amenaza con el descarrilamiento del euro. Es difícil entender que un país que apenas supone el 2% de la economía de la UE pueda poner patas arriba la construccion de Europa.
Dicen que la solución del enredo consiste en más Europa, en la unidad monetaria, fiscal y política. Todos los países están unidos con el mismo cordón y se trata de anudar la relación o de romperla. Y la cuestión es saber si es posible disociar la soberanía política de la soberanía económica.
