Parte de lo que fue vigorosa clase media, la de los pequeños empresarios y autónomos, ese colectivo que no conoce el subsidio de desempleo, ni la baja por enfermedad, se bate en retirada. Caen como fruta madura, molidos a impuestos, cuarteados por impagados y la morosidad abusiva, a menudo de la propia Administración pública, y sufre la anorexia de la actividad económica. Cuando no puede más, cierra la persiana, liquida a la plantilla, cumple con sus acreedores y desaparece muy a su pesar.
Una crisis de la envergadura de la que estamos viviendo, la pagamos todos en mayor o menor grado, y los que estaban en situación más precaria son los más damnificados. Y el hachazo que depaupera a la sufrida clase media tiene un impacto social brutal. Se están perdiendo miles de puestos de trabajo, de vocaciones emprendedoras, de pequeños negocios que ya no encuentran margen para continuar.
Con el adiós a las armas de ese colectivo se destruye una parte importante del tejido socioeconómico y se laminan las ilusiones de continuidad de los hijos llamados a la sucesión. El golpe que reciben miles de familias que tenían en su pequeña empresa su medio y proyecto de vida termina por vacunar a los hijos que prefieren cualquier otra opción antes que seguir la ingrata estela de proyectos que se fueron al garete.
Esa clase media aguanta hasta que el cuerpo resiste y muere profesionalmente como los árboles, de pie, gracias a sus raíces. Lo peor viene después, cuando ven que el fruto de su trabajo son algunos ahorros e inversiones que también se han devaluado. Las desgracias nunca vienen solas.
