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Obama

Ya  pasó el primer martes después del primer lunes de noviembre, una fecha en la que una vez cada cuatro años se elige al mandamás del mundo. Las elecciones norteamericanas atraen por ser un espectáculo con alto sentido de la liturgia política y por la indudable trascendencia de sus resultados. Se trata de la fiesta de la libertad, un ceremonial de la democracia que sigue fascinando a todos los que admiran, con todas sus imperfecciones, a una nación que es el faro de la aldea global. Estados Unidos ha perdido potencia económica y liderazgo, pero mantiene su primogenitura planetaria.
El mundo ha seguido unas elecciones de resultado muy ajustado, porque nadie es ajeno a lo que deciden los norteamericanos. Obama despertaba muchas simpatías fuera de su país, era la carta preferida de casi todo el mundo, pero no alcanzaba idénticos fervores en el suyo propio. En cualquier caso, Obama ha logrado ser reelegido a pesar de la crisis, un  logro nada desdeñable. El fulgor de Obama es hoy menor, y ciertamente ha defraudado las expectativas que despertó hace cuatro años, pero ha superado la gran prueba.

La campaña de Obama ha sido un prodigio de cálculo, un brillante ejercicio de estrategia. Se centró en los estados clave y focalizó su acción en las minorías, cada vez menos menores, que son las que deciden la suerte de los candidatos. Los hispanos han inclinado la balanza.
La geografía del voto, y su distribución, confirman que EE.UU es un país dividido. Tienen un líder fuerte, pero sometido a un complejo juego de equilibrios que no permite  excesivas alegrías. Hará lo que pueda, como todos.

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