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Después del 25-N la política catalana entra en un  escenario en el que priman los partidos soberanistas. Eso es cierto, pero no está de más recordar que los nacionalistas no han logrado reeditar las mayorías alcanzadas en los años dorados del pujolismo, cuando CiU mostró una inequívoca hegemonía parlamentaria y social con 70 escaños. Desde entonces, del posibilismo pujolista, “peix al cove”, se ha pasado al “fem-ho posible” de Mas. El riesgo de ruptura, de fractura social, ha jugado un papel determinante en la movilización de indecisos que solo se mueven en circunstancias excepcionales.
Los analistas intentarán desentrañar las causas del fracaso de las expectativas de CiU, porque nadie se dispara al pie voluntariamente. Las premisas que se daban por ciertas no se han cumplido y de ahí el fiasco. Una parte del electorado de CiU, las clases medias urbanas y la burguesía conservadora, han sentido pánico por los riesgos de un viaje a lo desconocido. Y los que no sentían miedo y optaban por la aventura, se han inclinado por propuestas de mayor graduación soberanista.

Pero CiU sigue siendo la pieza clave de la política catalana, pero tiene menos poder y será más dependiente de acuerdos con terceros. Posiblemente sea ERC su socio de referencia, precisamente el partido que le disputa el espacio soberanista. Y lo que parece obligado en términos políticos es un  despeñadero en el plano de la política económica.
La presentación de unos nuevos presupuestos, la continuidad de los recortes y la austeridad, y la necesidad de apelar a la ayuda financiera de Madrid son las nuevas piedras de toque. Pronto tendrán que mover ficha.

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