Una parte de la profunda crisis que padecemos se explica por la desmesura y las desaforadas alegrías de los años de falsa opulencia. Al calor del dinero fácil se levantaron fastuosos aeropueros a los que no llegan aviones, y los que llegan son poco menos que a cargo de los presupuestos estatales. Se construyeron autopistas que no eran necesarias y, ante la falta de tráfico, han terminado en situación concursal, demandando oxígeno público. Y ahora el Ministerio de Fomento anuncia un plan de racionalización de los servicios ferroviarios, que es fácil imaginar lo que supone.
Si hace unas semanas el Ministerio de Fomento decidió paralizar algunas de las inversiones previstas para avanzar en el despliegue de la red del AVE, un lujo al alcance de pocos países, ahora da un paso más al acometer la supresión de trayectos con muy baja ocupación y con altos costes para los contribuyentes. Resulta que hay más de cuarenta recorridos en los que los ingresos apenas cubren el 15% de los costes de su mantenimiento. En algunos trayectos los datos son reveladores: así mientras un pasajero, de los pocos que lo utilizan, paga un billete de 11 euros, el coste para el Estado es de 370 euros.
Y el ejemplo no es una anécdota, es solo una muestra del despilfarro y de la mala gestión, de una política de gasto insostenible que a la postre obliga a emprender un lento viaje a la racionalidad en un sector que acumula pérdidas multimillonarias y que se va a enfrentar a un plan de privatizaciones que, por supuesto, será largamente contestado.
Queda el argumento de la cohesión territorial, pero no pueden mantenerse trenes cuando no hay viajeros.
