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Taifas

Borrell, exministro socialista de claras tendencias jacobinas, hablaba ya en los años noventa del “carajal” autonómico. El resultado del proceso descentralizador ha comportado indudables ventajas en orden a aproximar la administración a los administrados, pero también ha sido causa de desbarajustes. El furor reglamentista de nuestras administraciones públicas ha hecho el resto.
Dicen que, con la ley en la mano, para enterrar en Andalucía o Extremadura a una persona fallecida en Valencia o en Cantabria habría que cambiarla de ataúd tantas veces como comunidades autonómicas atraviese el furgón fúnebre. Algo parecido ocurriría con el traslado de un enfermo, que debería cambiar de ambulancia en cada límite autonómico. Afortunadamente el sentido común está por encima de los formalismos legales.

Sabido es que los españoles no somos iguales ante el fisco, que en Catalunya se pagan cargas fiscales muy superiores a las de Madrid, que aquí hay impuestos que no se aplican en otras comunidades, que los funcionarios cobran salarios desiguales según el lugar de residencia, que el trato que reciben las recetas farmacéuticas y los servicios sanitarios son distintos de un lugar a otro, y que las empresas están sujetas a un calvario regulatorio farragoso y diverso en toda la geografía nacional.
Para combatir algunas de esas deseconomías, que tienen un coste inmenso, se anuncia una Ley de Unidad de Mercado, que ha despertado recelos taifales. Lo lógico sería impulsar una ley de ámbito europeo, algo que acompañaría el principio de libre circulación de personas y servicios y la necesaria convergencia regulatoria.

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