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Renuncia

Los grandes titulares de la semana se han dedicado a la renuncia del Papa,  una decisión insólita por inhabitual. La última renuncia parangonable con la de Benedicto XVI es la de Celestino V, que abdicó libremente en el año 1294. Ha llovido tanto desde entonces que la posibilidad de dimisión, contemplada por el Código de Derecho Canónico, parecía más una hipótesis doctrinal que una posibilidad real. Así que la decisión del Pontífice ha roto moldes y puede considerarse  revolucionaria.
Al hilo de la renuncia, algunos han recordado la película “Habemus Papam” de Moretti, en la que un cardenal electo para ocupar la cátedra de Pedro, es víctima de una crisis interna insuperable y declina el cargo. Benedicto XVI, un intelectual, ha confesado que ya no disponía de la energía necesaria para proseguir su acción pastoral y que es mejor para la Iglesia un relevo en su más alta magistratura. Tal reconocimiento de que las fuerzas están declinando no es un síntoma de debilidad, sino una prueba de coraje y de honestidad.

Probablemente el calvario de Juan Pablo II, que enfrentó su decadencia física sin reservas, como un sacrificio, ha merecido una lectura distinta por parte de Benedicto XVI. El Papa ha roto con la tradición de un “padre es para siempre” y muere en el puesto, con actitud rompedora, moderna. El Papa se puede retirar y dejar de ser Papa, lo que quiere decir que no hay una identificación total con la persona, que la función seguirá en otras manos. Una forma de desacralización.
Y como siempre hay gentes dispuestas a reparar en la analogía, han pedido a los políticos viejos y cansados que sigan el ejemplo del Papa.

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