La industria española está en franco declive: en los años setenta representaba el 30% del PIB y actualmente apenas llega al 13,5 %. El índice de producción industrial, que en el 2003 era del 91,9 % sobre base 100, el año pasado acabó con un 67,9 %. Con el fin de la burbuja y el inicio del período recesivo del 2008 vuelve a intensificarse la caída con un 16%, caída que se atempera pero sigue erosionando a un sector que marcó un salto adelante de la sociedad, por lo menos de las que se apuntaron a la revolución llamada industrial.
El balance de los últimos años es catastrófico: cuarenta mil empresas menos del sector industrial desde el inicio de la crisis y ochocientos mil empleos menos. Una realidad que pone en peligro la sociedad del bienestar. Ya no son pocos los que comparten la idea de poner en marcha la tercera revolución industrial para dinamizar un crecimiento que se agosta. El papel del empresario industrial se vuelve a poner en valor.
Muchos entendieron que la modernidad era apostar por el sector servicios, por centros comerciales y negocios ligados al ocio. Y, así, las inversiones se canalizaron hacia la construcción, el turismo, las finanzas y otras actividades incluidas en el sector terciario y cuaternario. Y ahora, quiza un poco tarde, se dan cuenta de que no era eso, que fuimos más allá y nos instalamos en el postmodernismo sin chimeneas, ni polígonos industriales.
Hoy las grandes ciudades del mundo desarrollado están intentando recuperar la industria perdida, porque saben que es la fuente de innovación y futuro. Sin industria no hay servicios sostenibles. Esa es la nueva frontera.
