El común de las gentes, y no sólo de España, se sorprende e irrita cuando ve publicados los megasueldos de la mayoría de directivos de las grandes corporaciones, privadas y públicas, que se complementan con generosas aportaciones a planes de pensiones y finiquitos de oro, conjunto que perfila unos paracaídas dorados al alcance exclusivo de una minoría de privilegiados.
Tal cuadro contrasta con la pérdida de poder adquisitivo de la mayoría de asalariados, que ven cómo sus sueldos se reducen. Y ese estado de cosas favorece el sentimiento de envidia e indignación y ha propiciado que en Suiza un referéndum haya aprobado limitar las remuneraciones excesivas de los altos ejecutivos. Las diferencias entre las élites y la mayoría de asalariados son tan grandes que no es extrañar que se vaya concretando una reacción política ante los abusos. No pocos directivos de cajas de ahorros que han precisado el socorro público se han levantado bonus y finiquitos socialmente impresentables.
Son harto discutibles las altas remuneraciones, incluidas las del sector privado, de unos pocos mientras disminuyen las de muchos. De hecho, el peso de los sueldos sobre el beneficio de muchas empresas es cada vez mayor y se registran comportamientos más que criticables. La austeridad hay que proclamarla con el ejemplo y debe ser para todos.
Así que el Ejecutivo, a través del ministro De Guindos, ha manifestado ser partidario de aplicar la norma europea sobre la retribución a directivos de empresas cotizadas, limitando no sólo el bonus sino también el salario total. La duda es si se trata de una simple declaración política.
