El envejecimiento tiene una influencia social que va más allá del crecimiento desbordado de la factura de las pensiones y el debate sobre la sostenibilidad del sistema de previsión. Los mayores pueblan las sociedades maduras, especialmente el primer mundo, y ya es un lugar común el hablar de la fuerza de las llamadas clases pasivas. Hasta el término mayores es objeto de discusión; los mayores de hoy no son iguales, ni tienen la misma calidad ni esperanza de vida, que los de anteayer.
Un estudio de la Fundación Pilares se pregunta sobre los mayores que vienen, los mismos que los autores califican de gerontolescencia, un barbarismo para dar a entender que nuestros mayores son cada vez más jóvenes. En efecto, la legión de prejubilados y jubilados de nuevo cuño, de entre los 55 y los 75 años, ya no son jóvenes pero no se sienten mayores, un fenómeno nuevo que tiene poco que ver con la situación de los que alcanzaban esa edad hace unas décadas.
Los mayores de hoy tienen un mayor nivel de estudios, utilizan con menos temor las nuevas tecnologías y no escatiman su contribución en actividades de voluntariado. Lo más llamativo es que el 63 % de ellos contribuye de manera relevante al apoyo familiar, algunos con la totalidad de su pensión. En pocas años han pasado de ser una carga a cargar con un papel de ayuda importante; es otra vertiente de la solidaridad intergeneracional.
Se vive más. Y generalmente mejor. Una de las cuestiones en la que insisten los sociólogos es en la necesidad de prepararse para la vida después de la jubilación: en promedio, unos veinte años más.
