Opinió

Pensar como un niño

Resulta que en Hong Kong los niños que aspiraban a ser admitidos en educación primaria tenían que someterse a diversas pruebas; en una de ellas se les enseñaba el dibujo de un aparcamiento con varias plazas numeradas en el suelo, y en una de ellas había un coche apostado que no dejaba ver el número de la plaza en la que estaba. Se les preguntaba, a la vista de los números de las plazas desocupadas, cuál sería el número de aquélla en la que había aparcado el coche. A simple vista parecía el típico problema en el que te exhiben una serie de guarismos y tienes que descubrir, se supone que siguiendo una correlación lógica, qué número falta en esa secuencia.

Lo curioso del caso es que los niños de seis años tardaron pocos segundos en resolver el problema y adivinaron enseguida cuál era el número de la plaza ocupada; sin embargo, les hicieron la misma prueba a estudiantes de secundaria (de doce años en adelante) y la gran mayoría tardó varios minutos en dar con la solución. Y el no va más fue cuando se preguntó por lo mismo a universitarios y adultos, y ambos grupos se devanaron los sesos durante horas tratando de hallar la respuesta, buscando el maldito patrón que pudiese explicar esa secuencia numérica que faltaba, y ni por asomo acertaban. Sorprendente. ¿Cómo es posible? ¿Cómo explicar que un problema sea resuelto en pocos segundos por un niño de seis años, y sin embargo se les atragante a universitarios y adultos? Repito que la cuestión parece sencilla: Hay seis plazas de parking: la primera con el número 16, la segunda con el 06, la tercera con el 68, la cuarta con el 88, la quinta está ocupada por un coche y por eso no se ve su número, y la sexta con el número 98. La pregunta es: ¿en qué número está aparcado el coche?

Venga, traten de adivinarlo; yo reconozco desde ya mi poca destreza, pues estuve durante largo rato ante este acertijo, dibujé incluso en un papel esa secuencia numérica, y solo tras cierto ataque de ansiedad y casi por pura casualidad, logré dar con la respuesta. Inténtenlo ustedes, a ver si son tan listos como los críos, o tan espesos como muchos adultos; a ver si su mente está limpia como la del imberbe, o se ofusca y embota ante cualquier dificultad. Pero sean honestos, no hagan trampa, no vayan a Google a ver la respuesta ni saquen su “aifon” para decir “ya lo tengo” (cuánto daño han hecho a las tertulias y debates callejeros esos malditos teléfonos inteligentes), no desesperen a las primeras de cambio, denle a la mollera durante un rato, que eso nunca viene mal.

El reto es bonito, pues se trata de no hacer el ridículo en una competición en la que nos medimos con mocosos de seis años. Alguna pista ya tenemos de antemano: quienes tengan hijos pequeños sabrán que a esa edad pocos conocimientos académicos han podido adquirir. Ellos se guían más que nada por su inteligencia natural, su intuición y su espontaneidad. Aplíquense el cuento. ¿No pueden? ¿No dan con la respuesta? Será entonces que tenemos la mente demasiado cargada de prejuicios; será que nos avasallan con tanta información en esta era de tecnología punta, que hemos perdido la capacidad de raciocinio libre de injerencias; será que despreciamos el consejo del sabio, que dice que lo más sencillo deviene en lo único verdadero; o será que nos hemos vuelto tan esclavos del pensamiento único, que no concebimos mirar las cosas desde un prisma distinto. Por eso los niños nos llevan ventaja. Porque aún no están contaminados. Si siguen con el reto, lo único que puedo decirles es que piensen como niños y acertarán. Para resolver este y otros muchos problemas de la vida.

“Esclavos del pensamiento único, no concebimos mirar las cosas desde un prisma distinto”

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