Opinió

Las soluciones no avanzan como las balas

Cuando tenemos un problema (o cuando lo tienen nuestros amigos, hijos, o alumnos) la impaciencia por encontrar la solución nos incomoda. Queremos resolverlo de inmediato, fácilmente y de manera definitiva. Pero la solución, frecuentemente, es un proceso largo, complejo y doloroso que cuesta recorrer hasta llegar al final. Las soluciones no avanzan como las balas. Las balas recorren el camino de manera fulminante, no se detienen, no titubean, no retroceden.

Para encontrar la solución, se necesita, en primer lugar, definir el problema con claridad. Tratar de solucionar un problema sin haberlo diagnosticado convenientemente conduce a no encontrar soluciones verdaderas o a dar con algunas que sean ineficaces o perjudiciales.

En el libro “¿Qué se le puede pedir a la vida?” cuenta Javier Urra que un profesor de enfermería les pide a sus alumnos que preparen una intervención para atender el caso que se describe a continuación:

“Se trata de una paciente que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante tres horas y parece desorientada al espacio y al tiempo, aunque da la impresión de que reconoce su propio nombre. No se interesa ni coopera con su aseo personal. Hay que darle a comer alimentos blandos, pues no tiene piezas dentarias. Presenta incontinencia de heces y orina, por lo que hay que cambiarla y bañarla a menudo. Babea de forma continua y su ropa está siempre manchada. No es capaz de caminar. Se despierta con frecuencia por la noche y con sus gritos despierta a los demás aunque la mayor parte del tiempo parece tranquila y amable. Varias veces al día y sin causa aparente se pone agitada y presenta crisis de llanto voluntario”.

Tras recibir las propuestas el profesor termina haciendo circular entre los estudiantes la fotografía de la paciente a la que ha hecho referencia: una preciosa criatura de seis meses.

¿Qué había pasado? Que algunos habían preparado una intervención para una paciente nonagenaria, desdentada, incontinente, desorientada y que grita sin ton ni son por la noche… Al no haber hecho un buen diagnóstico, la intervención hubiera resultado estéril o, incluso, dañina para la bebé.

Después de diagnosticar certeramente el problema es preciso intervenir de manera coherente y, a veces, persistente. Con acierto, en primer lugar. Sin prisa y sin pausa, en segundo término. Con optimismo, en tercer lugar. Porque si no tenemos esperanza en que se puede llegar a encontrar la solución, ni siquiera la buscaremos. Lo más negativo es vendarse los ojos, ignorar que el problema existe.

He visto hacer intervenciones contraproducentes para solucionar algunos problemas. Por ejemplo, he visto a unos padres que ante el robo de una cantidad de dinero que había realizado un hijo adolescente, le habían dejado sin salir todos los fines de semana. El problema fundamental no era el robo. El chico confesó que había robado el dinero porque no tenía amigos y quería ver si con el móvil que se iba a comprar con el dinero robado, podía ganar alguna sonrisa ajena. La solución acentuaba el problema, no lo mitigaba, no lo eliminaba.

Los problemas propios y ajenos no se resuelven por arte de magia. Algunas veces se necesita ayuda externa. Lamentablemente hay personas que no la quieren o no la saben pedir. Porque creen que no se la van a dar, porque piensan que pedir ayuda es humillante o porque, de manera equivocada, creen que no la merecen.

Llegar a la solución de un problema no es haber acabado con todas las dificultades para siempre. Conviene relativizar los problemas y también las soluciones. Recuerdo una historia, creo que de origen chino, que hablaba de un anciano padre al que le dieron la mala noticia de que su caballo se había perdido. Cuando se lo comunicaron llenos de tristeza, él dijo.

– Para bien o para mal, nunca se sabe.

Días después le anunciaron que el caballo perdido había regresado con una manada de caballos salvajes. Él volvió a decir:

– Para bien o para mal, nunca se sabe.

Días después, su hijo, tratando de domar a uno de los más hermosos caballos salvajes, se cayó y se fracturó una pierna. Le fueron a llevar la noticia al anciano padre con aire de gran pesadumbre.

– Para bien o para mal, nunca se sabe, dijo sonriendo.

Semanas más tarde llegaron los vasallos del rey con el fin de hacer una leva de soldados para la guerra. No pudieron llevarse a su hijo, que tenía su pierna rota…

Así hasta el infinito. Se van encadenando bienes y males, dichas y desdichas, problemas y soluciones, bendiciones y desgracias, alegrías y tristezas…

Es fundamental saber afrontar los problemas. Decía Sigmund Freud: “He sido un hombre afortunado: nada en la vida me fue fácil”. Cuando llegue un problema, no hay que desesperarse. Si no tiene solución, ¿por qué preocuparse? Y si la tiene, ¿por qué desesperarse? Hay que ponerse manos a la obra. Con inteligencia, con energía, con perseverancia y con optimi

Decía S. Freud: “He sido un hombre afortunado: nada en la vida me fue fácil”.

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