Opinió

Sociedad adolescente

Desde hace años, se viene advirtiendo una cierta infantilización de la sociedad postindustrial. La media de edad aumenta incesantemente, la población envejece, pero los rasgos adolescentes permanecen en una porción significativa de sujetos adultos. La juventud se ha convertido en icono de culto, objeto de incesante alabanza, de veneración. Lo grave no es que la gente intente aparentar juventud física, recurra en exceso a la cirugía estética, a los implantes capilares. Es más preocupante que un creciente porcentaje de adultos se afane en el cultivo consciente de su propia inmadurez. No son los jóvenes quienes imitan la conducta de los adultos sino al revés. La experiencia, el conocimiento que proporciona la edad no es ya virtud sino rémora, un lastre del que desprenderse a toda costa.

Marcel Danesi, autor del libro “Forever Young”, describe este síndrome colectivo: la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la vida, pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea. La opinión pública tiende a considerar la inmadurez deseable, incluso normal para un adulto. Como resultado, quienes toman las decisiones cruciales suelen ser individuos con valores adolescentes. Va desapareciendo la cultura del pensamiento, de la reflexión, del entendimiento y es sustituida por el impulso, la búsqueda de la satisfacción instantánea.

El discurso político se simplifica, dogmatiza, se limita a meras consignas. Pierde la complejidad que correspondería a un electorado adulto. En concordancia con la visión adolescente del mundo, no se exige en los líderes políticos ideas, capacidad de elaboración, sino belleza, atractivo, tópicos, divertidas frases, una imagen que conecte con un electorado envejecido en edad, pero muy rejuvenecido en mentalidad

Preponderan los rasgos infantiles sobre los maduros. La impulsividad, los instintos, dominan a la reflexión; el placer a corto plazo a la búsqueda del horizonte. Los derechos, o privilegios, imperan sobre los denostados deberes, esas pesadas obligaciones de un adulto. La inclinación a la protesta, al pataleo, domina a la autosuperación. Y la imagen se antepone al mérito y el esfuerzo. Resulta preocupante la fuerte deriva hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de la información y análisis rigurosos.

Los medios de comunicación actúan en consecuencia: incluso la prensa más seria promociona el cotilleo más obsceno, el chascarrillo, el escándalo, esas noticias que hacen las delicias del público con mentalidad adolescente.

El creciente infantilismo fomenta la difusión de miedos, esos temores inventados o exagerados. Surge una “sociedad del miedo”, conservadora, que en el cambio ve peligros, no oportunidades. Una colectividad asustadiza, víctima fácil del terrorismo internacional. Nunca fue el mundo tan seguro como en el presente; pero nunca el ciudadano medio vivió tan aterrado. Ni el intelectual tan temeroso de escribir lo que realmente ocurre. Una sociedad bastante cobarde, insegura, que se asusta de su sombra, que siente pánico ante noticias que, por definición, no son más que excepciones.

Muchos olvidan que la madurez consiste básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar responsabilidades. Y los dirigentes han contribuido con todas sus fuerzas a diluir o difuminar la responsabilidad individual. A sumir al ciudadano poco avisado en una adolescencia permanente. El Estado paternalista aseguró al súbdito que resolvería hasta la más mínima de sus dificultades a cambio de renunciar al pensamiento crítico, de delegar en los dirigentes todas las decisiones. Fue la promesa de una interminable infancia despreocupada y feliz.

La mentalidad infantil encaja muy bien en la sociedad compuesta por grupos de intereses, que tan magistralmente describió Mancur Olson. Unas facciones que actúan como pandillas de adolescentes en entornos donde escasea la responsabilidad, donde el grito, la pataleta, el alboroto, son vías mucho más eficaces para conseguir ventajas que el mérito y el esfuerzo. Un marco, como el español, donde predomina quien más vocifera, “reivindica”, apabulla. O tiene más amigos, mejores contactos. Raramente quién aporta razones más profundas.

El populismo constituye la fase final, el perfeccionamiento del proceso de infantilización. No es tan significativa la estética quiceañera como el discurso arbitrista, empachado de “lo público”, proclive al reparto de prebendas, tendente a eliminar los restos de responsabilidad individual. Líderes adolescentes y caprichosos para una sociedad infantil, anestesiada.

“La adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura”.

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