Opinió

La caída de los dioses

Cuando yo era una joven estudiante, los poderes fácticos -y también los libros de Historia-, nos vendían la moto de que España y los españoles éramos lo mejor del mundo. El honor, la heroicidad, el ingenio, aquello de “me duele España”, o aquello otro de ”más vale morir de pie que vivir de rodillas”, y otras valentías semejantes, sonoras y con enjundia, constituían el meollo del orgullo patrio de la unidad de destino en lo universal. Los demás países del mundo mundial no nos llegaban ni a la suela del zapato, pues todos sin excepción eran ruines, miserables y cobardes. Solo aquí, en el “sano pueblo español”, se concentraba lo excelso de la especie humana.

Luego, tras el franquismo, tuvimos que tragar como quien traga una rueda de molino, que España había hecho una transición modélica, consensuada y pacífica, de una madurez política encomiable, espejo en el que debían mirarse todas las demás naciones. Y efectivamente, todas tenían puesta la mirada en los calzoncillos de Fraga cuando se bañó en la mar salada de Palomares, en la chaqueta de pana de Felipe González, en el peluquín de Carrillo… Aparte de eso, a la salida del túnel de la dictadura el poder fue repartido entre los principales partidos, herederos directos de los actores de la contienda. Los años de la transición fueron pacíficos porque sus políticos, mayoritariamente, se dedicaron a devorar con engrucia el trozo de pastel que les tocó. Mientras muchos se forraban a la chita callando, nosotros sólo recibimos algunas migajas, lo justo para que creyéramos que vivíamos en Jauja después de años de miseria.

En el resto de países europeos hacía tiempo que gozaban de bienestar sin excesivo alarde, y la comprobación vino un poco más tarde, cuando los viajes hicieron inevitables las comparaciones. Además de los electrodomésticos y del utilitario, nuestros próceres también se preocuparon de llenar el tiempo libre de los españolitos con las vacaciones pagadas, el fútbol y la engañosa libertad de cintura para abajo. Nada de diversificación de los sectores económicos, muy poca inversión en ciencia y en educación, y poquísima en cultura de la buena… pues esto último hubiera hecho personas críticas, que es lo mismo que decir personas molestas.

Y las cosas no han cambiado demasiado: hasta hace bien poco, la mayoría del “sano pueblo español” veía normal que la gente se divirtiera tirando cabras desde lo alto de un campanario, y hoy, torturar a un toro encendiéndole los cuernos se considera una cosa bonita. También la tomatina de Buñol es de buen tono y, asimismo, permitir que los hinchas de fútbol se maten entre ellos, da color y pasión a la fiesta. Con ese personal no es extraño que siempre nos hayan mentido. Y ahora quieren que sigamos idiotamente entretenidos y mansos como corderitos. Sobre todo pretenden que aceptemos dócilmente la injusticia porque -dicen-, no hay otra forma de salir del agujero. Como escribe M. de Prada, hacen lo imposible para que admitamos sin rechistar la desprotección social, la precariedad, el desmantelamiento de lo público, la incertidumbre y el robo institucionalizado, mientras cada día salen a la luz nuevos delitos. En 2012 los bancos recibieron más de 141 mil millones de euros de nuestro dinero (Público, 21-XI-2014). Y aún tienen el cinismo de afirmar que vivíamos por encima de nuestras posibilidades, y de ahí los recortes, los desahucios y todo lo que nos ha caído encima.

Pero, afortunadamente, por fin ha llegado el derribo de los dioses. De esos dioses que creíamos “portadores de valores eternos” pero que, mira por donde, se nos han caído literalmente del pedestal. Dioses como Millet, Pujol, Urdangarín, Rato, Blesa, Acebes… y tantos otros intocables, de prestigio, de coche oficial, paraíso fiscal e incluso de puta fina… dioses que gozaban de un casposo culto a la personalidad, que instauró la impunidad como bandera. Un culto muy español, de boletín, negociado y enchufe, de vino tinto, jamón de bellota, pelo engominado y tarjeta black. Durante la transición nos hicieron creer el embeleco de una democracia asimilada de repente, sin más formación política que aquella del “espíritu nacional”, cuando la mayoría no sabía ni lo que era un parlamento ni, por supuesto, con qué se comía la soberanía. Y así, con un toque de varita mágica, los dioses de la política y del poder económico se transformaron en justos, tolerantes y democráticos a rabiar. Lo hicieron de la noche a la mañana.

Pero ya les hemos visto la patita negra, de lobo feroz, por debajo de la puerta. Especialmente cuando tratan de impedir la manifestación ciudadana. Hoy, con diez campañas por banda, viento en popa, a toda vela, yo me pregunto: ¿volverán las oscuras golondrinas, o ésos ya no volverán? ¿Qué tenemos los electores que nuestra amistad procuran? ¿Qué es la política? ¿Y tú me lo preguntas?, la política eres tú.

“Hacen lo imposible para que admitamos la desprotección social, la precariedad, el desmantelamiento de lo público y el robo institucionalizado”

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