Opinió

Tender puentes

Los puentes no existen para mantener separados los márgenes del río, sino para acercar a las gentes y permitir que se reencuentren y puedan caminar como alas de un mismo vuelo. No existe lámpara de Aladino, pero sí la posibilidad de que todos juntos constituyamos una red de redes capaz de despertar a una ciudadanía harta de injusticias, de privilegios, de politicastros impresentables, de sindicalismos hueros y de patronales a costa del Estado. Así como de unos medios de comunicación libres y responsables. Una primavera desde las entrañas de esta Europa que bordea por el sur con un Mediterráneo capaz de tender puentes de entendimiento, de cooperación y de acogida, de respeto y de justa distribución de las riquezas. Una Europa que ya no cabe considerar como un “continente” sino como lo que es: Eurasia. Una Eurasia en transformación en sus redes con América, del sur al norte, con África y con el resto de pueblos en los que ya nadie medianamente inteligente puede sentirse extranjero. La tierra no nos pertenece, nosotros formamos parte de este minúsculo planeta en órbitas siderales. Ya no somos ciudadanos del mundo, mucho menos nacionales, sino parte substancial de una red de relaciones y de interconexiones en plena expansión y de alcances inimaginables pero reales.

Una sociedad no puede sobrevivir sanamente viendo que su tejido social se está desgarrando. Ahí existe el peligro de los radicalismos de derecha (dictaduras como la de los militares) o de izquierda (como el socialismo soviético totalitario). Voy a contar una historia que oí hace mucho tiempo:

“Dos hermanos vivían en buena armonía en dos granjas vecinas. Cierto día tuvieron una pequeña discusión. Las razones no tenían mayor importancia: una vaquilla del hermano menor se había escapado y había comido un buen trozo del maizal del hermano mayor. Discutieron. La cosa parecía haberse quedado ahí. Pero no fue así. De repente, ya no se hablaban. Evitaban encontrarse en la bodega o por el camino. Se hacían los desconocidos.

Un buen día, apareció en la granja del hermano mayor un carpintero pidiendo trabajo. El granjero lo miró y, con un poco de pena, le dijo: “¿Ve aquel riachuelo que corre por allá abajo? Es la división entre mi granja y la de mi hermano. Con toda esa leña que hay en la leñera construya una cerca bien alta, para que no me vea obligado a ver a mi hermano ni su granja. Así estaré en paz”.

El carpintero tomó las herramientas, y se puso a trabajar. Mientras tanto, el hermano mayor se fue a la ciudad a resolver algunos asuntos. Cuando al caer la tarde volvió a la granja quedó horrorizado con lo que vio. El carpintero no había hecho una cerca, sino un puente que pasaba por encima del río y unía las dos granjas.

Y hete aquí que pasando por el puente venía su hermano menor diciendo: “Hermano, después de todo que pasó entre nosotros, me cuesta creer que usted haya hecho ese puente solo para encontrarse conmigo. Tiene usted razón, es hora de acabar con nuestra desavenencia. ¡Un abrazo, hermano!”. Y se abrazaron efusivamente y se reconciliaron. El hermano encontró al otro hermano.

De pronto vieron que el carpintero se estaba marchando. Y le gritaron: “Eh, carpintero, no se vaya usted, quédese unos días con nosotros… nos ha traído tanta alegría…”.

Pero el carpintero respondió: “No puedo, hay otros puentes que construir por el mundo. Hay muchos todavía que necesitan reconciliarse”. Y se fue caminando tranquilamente hasta desaparecer en la curva del camino.

El mundo y nuestro país necesitan puentes y personas-carpintero que generosamente relativizan los desacuerdos y construyen puentes para que podamos vivir por encima de aprender y reaprender siempre a tratarnos fraternalmente. Tal vez sea este uno de los imperativos éticos y humanitarios más urgentes en el actual momento histórico.

“Una sociedad no puede sobrevivir sanamente viendo que su tejido social se está desgarrando”

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