Opinió

Ambiente

El estado de la Selección no es el de la Nación, pero unos y otros intentan asociarlos y beneficiarse del tirón que han insuflado en la autoestima colectiva unos futbolistas. El fútbol ha brindado una gran alegría y ha sido una catarsis balsámica, quizá un simple apaño coyuntural, para una sociedad que vive un mal momento anímico. Seguramente se quiere exprimir la alegría, cobrarle dividendos, pero el fútbol, material fácilmente politizable, no puede reparar la decaída estructura económica e institucional del país.
Sin embargo, el triunfo de la Selección ha roto muchos esquemas y ha exaltado el patriotismo en su versión futbolística, esa vieja canción de somos los mejores. El triunfo suma voluntades y millones de personas hacen suyos símbolos de identificación, lazos emotivos de integración y pertenencia que han ganado un inusitado espacio público. Y curiosamente no había presencia de enseñas republicanas, tan habituales en otras convocatorias. Los sociólogos ya tienen materia para profundizar en el análisis del comportamiento colectivo enfebrecido.

La síntesis de toda esta movida se resume en el enorme impacto social de la roja, que ha batido todos los récords. Se han vendido más de un millón de camisetas, una cifra que multiplica por 20 las ventas habituales. Y la locura sigue como termómetro popular de una explosión que ha desbordado todas las previsiones.
Ni hay que exagerar el impacto del éxito ni ignorar su impacto social. Los políticos, siempre al quite, ya nos ha dado algún ejemplo de oportunismo, de no pasar por alto que no es el estado de la Nación pero forma parte de él. De momento, el ambiente se ha relajado y perdido algo de crispación.

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