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¿De quién es el problema?

Se realizan múltiples estudios sobre cómo afecta el uso de los teléfonos móviles a los estudiantes en su rendimiento académico, a los adultos en su trabajo, pero casi todos, por no decir todos, llevamos un teléfono móvil en el bolsillo. Hay veces que me pregunto por qué la gente va por la calle con los auriculares conectados a su teléfono, escuchando música o escribiendo mensajes con el peligro que esto conlleva de sufrir un accidente. Quizá sea que deseamos aislarnos de un mundo que no nos gusta, de una sociedad que nos hace sentirnos solos o que nuestra mejor forma de darnos a conocer sea a través de estos aparatos.
Estamos llegando a un momento en que ver a dos adolescentes juntos comunicándose entre ellos por mensajes es algo habitual y ya no nos sorprende. Repetimos una y otra vez que, en nuestros tiempos, nos sentábamos juntos y hablábamos cara a cara y que no entendemos por qué ellos lo hacen a través del móvil. No sé dónde estará el inicio del problema; probablemente en nosotros, los padres, que somos los que compramos el teléfono móvil como premio a sus notas, como regalo de cumpleaños o, simpemente, para que estén localizados. Poca confianza demostramos en nuestros hijos si queremos saber a todas horas dónde están y no conversamos con ellos cuando llegan a casa y les preguntamos lo que han hecho y ellos, como algo natural, nos lo cuentan.
Somos los mayores quienes los hemos metido en esta cultura de aislamiento, de no hablar mirando a los ojos y, lo que también es grave, de darle patadas al diccionario. Ellos, nuestros hijos, simplemente han seguido el camino que les hemos marcado. Ahora no los podemos declarar culpables, nosotros los hemos incitado.

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