Opinió

Desconfianza

Pienso que, desgraciadamente, la desconfianza crece sin cesar. Unas veces porque se ha vivido o se ha oído una mala experiencia. Alguien se fio de otra persona y tuvo que arrepentirse porque esa persona falló. Otras veces por una actitud desmedida de prudencia, de modo que, si eres una persona que confía en los demás, eres tachado de ingenuo.

Vas a un hotel y te piden una tarjeta bancaria, como si te fueses a ir sin pagar. Está bien. Hubo alguien que en otro momento lo hizo pero, ¿por qué tienen que pagar justos por pecadores? Lo he dicho algunas veces en los hoteles que me exigen la tarjeta al hacer el registro:

– ¿Qué les he hecho yo para que desconfíen de mí?

Si ves a alguien en la carretera haciendo autostop, lo suyo es seguir adelante sin detenerse o, incluso, pisar un poco el acelerador. El autoestopista puede ser un delincuente. Y, si alguien se ofrece a llevarte, no debes subir al coche porque el conductor puede ser un ladrón o un asesino. Claro que han sucedido cosas terribles, pero hay que desmontar ese clima de recelo mutuo.

Cada vez hay más cámaras de vigilancia en las calles, cada vez hay más aparatos de detección de objetos robados en las tiendas. Cada vez se incrementan las medidas de seguridad. Lo sensato es desconfiar. Lo correcto es sospechar que el otro nos quiere hacer daño. Todos, por definición, somos sospechosos. Mientras no acreditemos la bondad, somos malos. Con frecuencia se nos advierte en los aeropuertos de que no dejemos de vigilar los objetos de nuestra pertenencia. Nos recuerdan sin cesar que estamos rodeados de ladrones.

Recuerdo que, en el año que viví en Irlanda, no vi rejas en las ventanas de las casas. Desde la calle se podía observar el interior de las viviendas. En nuestro país casi no se concibe un blindaje de rejas, puertas con seguros, carteles que anuncian que la casa está protegida por sistemas diversos. La inseguridad es un negocio.

En muchos pueblos, las puertas de las casas permanecían abiertas durante el día y la noche. Hoy no es casi imaginable. ¿Por qué decimos que estamos progresando tanto? O, mejor dicho, ¿a qué llamamos progreso?

De partida, el otro es malo hasta que se demuestre lo contrario, en lugar de pensar que el otro es bueno, por definición, mientras no se demuestre lo contrario.

Se sigue educando en la desconfianza. Se repiten advertencias cada vez más insistentes: “no recibas nada de desconocidos”, “no hables con ellos”, “no te fíes de nadie”, “ten cuidado con quien se acerca a ti”, “no te vayas con nadie que no conozcas”, “los chicos pretenden aprovecharse de ti”…

Qué decir de los estereotipos de raza, género, procedencia, aspecto… Si es un gitano, te puede robar; si es una mujer, te puede seducir; si es un hombre, te puede maltratar; si es un gallego, te puede engañar; si es una persona mal vestida, te puede extorsionar; si es africano, te puede contagiar… Hay que aprender a desconfiar para poder sobrevivir en un mundo en el que un semejante es un enemigo, un ladrón, un asesino, un pervertido, un raptor, un terrorista… Piensa mal y acertarás, dice el tantas veces mezquino refranero español. Y en otra sentencia, de parecida filosofía, dice: Por la caridad entró la peste.

En un mundo así, da gusto encontrarse con personas que no desconfían de los demás por sistema, fruto de una forma de ser, de una actitud bondadosa, de un hábito generado a través de muchas acciones y, en definitiva, de una forma de relación positiva con los demás. Ojalá hubiese en el mundo muchas personas así.

“Cada vez hay más cámaras de vigilancia en las calles, cada vez hay más aparatos de detección de objetos robados en las tiendas”

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