Opinió

La crisis de los refugiados

La crisis de los refugiados nos está poniendo contra las cuerdas. ¿Cómo se pueden cerrar las puertas a familias enteras que huyen del terror? ¿Cómo podemos dejar abandonados a su suerte (a su mala suerte) a tantos niños y a tantas niñas que se han quedado sin hogar porque les ha echado del suyo el terror? ¿Cómo podemos mirar para otra parte viendo a esas riadas de personas que buscan cobijo, trabajo y futuro? ¿De quién es la tierra?
Y no se trata solo de ayuda material. ¿Alguien puede meterse en la cabeza de un niño o de una niña que huye de la mano de sus padres (a veces solos) para saber lo que piensan? ¿Alguien puede entrar en su corazón para saber lo que sienten? Se trata, pues, también de ayuda psicológica. Les han retirado el horizonte, les han arrancado el presente, les han destruido la infancia.
Si la imagen del pequeño Aylan, ahogado y yacente en la playa, no sacude nuestras conciencias es que no tenemos conciencia. Pero hay muchos niños y niñas como él. Unos muertos físicamente, otros psicológicamente. ¿De quién es la responsabilidad? ¿Qué mundo estamos construyendo en el que un niño como Aylan acabe muerto en la playa?
Muchas veces me planteo esta pregunta: Si los grandes triunfadores del sistema educativo, que son quienes gobiernan los pueblos, no son capaces de atender problemas como éste, ¿por qué hablamos de éxito del sistema educativo?

En el año 2001 Philipe Perrenoud en un artículo titulado “L´école ne sert à rien!”, se pregunta: “¿Para qué les ha servido la escuela a los americanos si la emoción y el nacionalismo asfixian el juico de tantas personas instruidas?”. Respecto a Europa, dice: “La gente lleva y mantiene en el poder a partidos que sostienen a los responsables de sus males. Ahora bien, todos los europeos han acudido a la escuela durante mucho tiempo. La ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma y la acumulación de saberes fragmentarios no garantiza una cabeza bien amueblada”.
Al otro que llega no tenemos que robarle su cultura y obligarle a que renuncie a sus valores, a sus creencias, a su cultura, a sus costumbres. No debe renunciar a ser él mismo, obligado por las exigencias de los anfitriones.

Los refugiados y refugiadas no vienen a hacer turismo, no vienen a pasar el fin de semana (no vienen a dejar dinero). Vienen a lanzar un SOS vital, a buscar un refugio

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para poder seguir viviendo. ¿Por qué cerrarles las puertas? Y, si las abrimos, ¿por qué hacerles pagar el tributo de renunciar a su identidad?
Hemos levantado fronteras que solo sirven para hacer la guerra y no para abrir las puertas, que solo sirven para decir al otro: tú no puedes entrar. Las fronteras, que son las cicatrices de la tierra, se están poniendo al servicio de la exclusión.
La lentitud y la pasividad de quienes tienen poder constituyen una crueldad inusitada. Porque mientras los que mandan se ponen de acuerdo, las víctimas siguen siendo víctimas. Mientras se aplazan las soluciones, las personas siguen teniendo como techo el cielo y como casa la intemperie.
La Europa de los valores se ha convertido en la Europa del mercado, del dinero, de los bancos, de los intereses, del egoísmo colectivo. Solo se ve al otro como una fuente de ingresos. Se le busca para explotarle, no para ayudarle.

No podemos vivir a la defensiva. No podemos cerrar las puertas a quien viene para poder seguir viviendo porque la guerra y el terror los han le han arrojado de sus hogares.
El otro está llamando a la puerta. Podemos responder abriéndola o dándole con la puerta en las narices. Todo depende de nosotros.

“Las fronteras, que son las cicatrices de la tierra, se están poniendo al servicio de la exclusión”

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