Rajoy está a un paso de ser investido presidente de Gobierno. La mayoría de los populares no le obliga a pactos y cambalaches para sumar voluntades y votos. De golpe el PP se ha convertido en la fuerza política hegemónica en casi todo el Estado. Al poder municipal y autonómico conquistado en mayo se suma la cosecha del 20-N que le ha abierto de par en par la gobernación del Estado.
Lo que no debería pensar Rajoy es que su mayoría absoluta es una invitación al abuso del poder democráticamente obtenido por medio del rodillo, ese recurso parlamentario que permite sacar adelante cualquier ley sin pedir ayuda a nadie. La arrogancia, incluso la que se sustenta en el dictado de las urnas, es mala compañía y brinda efectos perversos al trasladar la oposición a otros foros, al campo abierto.
Es la crisis la que ha llevado a Mariano Rajoy a La Moncloa, lo que hace que su mandato tenga un sentido muy claro: sacar al país del pozo, de esa insufrible agonía económica. Esa es su responsabilidad, un desafío que no puede enfrentarse desde la prepotencia. Haría bien en recabar la asistencias, incluso de los adversarios; el riesgo de arrasar es la propensión al maximalismo, antesala de la soledad y el aislamiento.
Mientras ZP va del crepúsculo al eclipse total, Rajoy constata que aumenta su carisma y aceptación social. Es lo que sucede cuando el ambiente está lleno de victoria. Pero los problemas permanecen a pesar de la caída de la prima de riesgo y los brotes verdes bursátiles. Las cifras de paro siguen empecinadas en aumentar y está claro que nadie tiene la varita mágica, ni los polvos de la madre Celestina, ni el bálsamo de Fierabrás.
