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Austeridad

Cuentan que el eximio Eugenio D’Ors, nacido en la luminosa Vilanova i la Geltrú, daba a leer sus artículos y discursos antes de publicarlos y, si merecían el juicio de clarísimos, para muchos un elogio, él concluía que era preciso oscurecerlos. A los gallegos, como Rajoy, se les tiene por personas alambicadas, complejas, amigas de la ambigüedad, más dueñas de sus silencios que esclavas de sus palabras.  Esa especie de carga genética se manifiesta  en los discursos del líder popular que, queriendo ser claro y trasparente, siempre se queda en un punto de indefinición que invita a leer entre líneas, a interpretar lo que parece que quiere decir.
Más allá de las reformas y de la concreción del plan de acción, a desarrollar en el futuro inmediato, hay un mensaje de fondo que nadie ignora, el de la austeridad para todos, un principio obligado por los desfases presupuestarios que no pueden sostenerse, que no pueden financiarse.

La austeridad ha pasado a ser una norma de conducta para toda la sociedad. La fiesta terminó y es obvio que esa ingrata dieta de ajuste casi global va calando en todas las instancias. El consumismo, muy propio de estas fechas, cotiza a la baja y la elegancia social del regalo se escribe en do menor, en clave de sobriedad.
Quizás muy a su pesar, la sociedad ha descubierto la virtud de la austeridad. La crisis ha sido el gran propagador de esa fe y ese patrón de conducta lo han adoptado incluso la mayoría de políticos, habitualmente inclinados al derroche. Estamos pagando los excesos y locuras de las burbujas de todo tipo, y no sólo las del cava.

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