Sin entrar en comparaciones y obviando los juicios de valor sobre el futuro inmediato, es evidente que el año que despedimos merece sobradamente el calificativo de horrible para la gran mayoría de los ciudadanos. Nada menos que el 96% de la opinión pública considera que la situación económica es mala y la casi totalidad estima que todavía falta mucho para salir del pozo de la crisis. Así que no es extraño que el pesimismo y la desesperanza formen parte del estado de ánimo.
El panorama a cierre del año es un fundido en negro, con la triste sensación de que 2011 ha sido poco menos que un año perdido, de transición, en el que probablemente no se alcanzarán los compromisos de reducción del asfixiante déficit público, un agujero que provoca problemas sin cuento y que obligará a una terapia de choque que se anuncia muy intensa. Los ajustes de 2011 fueron dosificados por no enfrentarse a pecho descubierto en las convocatorias electorales.
La constatación de que ha sido un año negro, aparte de la sangrante escalada del paro, nos la ofrece el empobrecimiento de nuestra sociedad. La crisis nos ha devuelto al nivel de riqueza que teníamos en el 2002. El balance global de las legislaturas de Rodríguez Zapatero, especialmente la última, es pavoroso. Desde el 2007 se han perdido cuatro puntos de riqueza per cápita.
Así que el que vamos a dejar atrás es un año para olvidar, pero muchos lo recordarán durante mucho tiempo como ejemplo de la mayor crisis que ha vivido la ciudadanía; el 29 queda muy lejos. Por todo ello el deseo de un año mejor, no digamos próspero, alcanza todo su sentido.
