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Realeza

La popularidad de la familia real no pasa por su mejor momento. Desde hace varios meses se encadenan episodios desgraciados, incidentes y accidentes, que minan la tradicional buena imagen de la institución que encarna Juan Carlos. El detonante del año horrible fue el inacabado caso Urdangarín, al que el propio monarca no dudó en recriminar como protagonista de un comportamiento poco ejemplar. Luego ha sido el accidente por indebido uso de armas de fuego por parte de Froilán, el nieto mayor del Rey. Y ahora se ha destapado la grave caída del monarca en una cacería celebrada a miles de kilómetros de España.
El común de las gentes se ha enterado de la ausencia y del percance real por el parte médico, algo sorprendente. Los reyes tienen derecho a disfrutar de días de ocio, pero sus desplazamientos son asunto de Estado. Y junto a la falta de transparencia se han deslizado noticias y comentarios de todo tipo sobre ausencias y presencias, sobre cuestiones familiares.

Y así las historias de la realeza se han convertido en comidilla de tertulias, en carne para los comentarios más variopintos, alguno no exento de ingenio. Como recordar que la última intervención del Rey tuvo lugar un 14 de abril, efemérides para los republicanos, aniversario también del hundimiento del Titanic.
Durante años la familia real fue protegida, en un clara autocensura, de cualquier tipo de comentario crítico sobre su actuación. Ahora parece que se ha levantado la veda y da la sensación de que las cañas se tornaron lanzas. La sociedad, como es lógico, les exige un comportamiento ejemplar, precisamente por ser lo que son.

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