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Ficción

Una de las conclusiones a las que va llegando, con cierto retraso, buena parte de la sociedad consiste en descubrir que el Estado no es un dios providente con fondos inagotables. Todos queremos una sanidad excelente, una educación pública gratuita y de calidad, que las personas dependientes reciban las atenciones precisas, viajar por buenas carreteras, que los jubilados cobren pensiones dignas y que los desempleados cuenten con unas prestaciones adecuadas.
Ese es el papel guardián y protector que la mayoría ha ido atribuyendo a un Estado munificiente y benefactor, el mismo que se va derrumbando a ojos vista, el que hace aguas y está prácticamente en suspensión de pagos y cobros. De pronto nos damos cuenta de que el Estado de bienestar, ese que empezábamos a disfrutar,  era una construcción agradable pero ficticia, algo así como una enorme fiesta social levantada a crédito, con dinero prestado, una barra libre que ahora ya  no cuenta con la financiación precisa.

La sociedad descubre que ha sido víctima de una gran estafa, ante la que los avisados hicieron la vista gorda. Después de las cuentas del Gran Capitán, parecidas a las cuentas de la lechera, ahora se está abriendo en canal el sistema y aparece un agujero inmenso que hay que taponar sin demora. Se está pagando una factura impagable, carísima, el precio de la mentira y las ficciones.
Porque la actividad económica está bajo mínimos, las instituciones poco menos que colapsadas, las administraciones asfixiadas por deudas que no perdonan y agobian al común de las gentes. El drama es que el  mundo en que vivíamos se está fundiendo y el nuevo, sin duda peor, no aparece.

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