Aumenta la esperanza de vida en casi todos los países y ello se corresponde con un proceso de envejecimiento de la sociedad, con todas las secuelas propias de esa situación. El mapa de enfermedades registra una sensible mutación al compás del aumento del bienestar y de la posibilidad de combatir algunas pandemias, como el sida, que va perdiendo virulencia en los países ricos. La prevención y la farmacopea frenan lo que era una amenaza apocalíptica.
En el mundo rico las enfermedades cardíacas, como el infarto y el ictus, lideran las causas de muerte: de hecho una de cada cuatro muertes se debe a trastornos de la circulación sanguínea. Y muchos de los que superan una crisis de esa naturaleza pasan a la categoría de discapacitados.
Una de las tragedias que ganan terreno son los episodios de depresión unipolar, un problema con una factura social muy elevada, que ya es la dolencia con más impacto en los países ricos. El mundo enferma de tristeza, una mala noticia. Y lo dramático, según los expertos de la OMS, es que sólo la mitad de los casos que se diagnostican reciben un tratamiento eficaz. Las depresiones no tienen nada que ver con la depresión, o quizá sí, pero lo cierto es que ese desajuste crece al ritmo de la crisis, la inseguridad y la incertidumbre, circunstancia que afecta negativamente a la psique colectiva.
Las enfermedades del mundo rico y las del mundo pobre son distintas y s tienen mucho que ver con el envejecimiento. En el mundo opulento se acostumbra a morir por causas distintas y, sobre todo, más tarde. No todo el mundo es igual ante la enfermedad y la muerte.
