La confianza en España está bajo mínimos. Hay una fuerte salida de capitales, que a mitad de año alcanzaba una cifra equivalente al 15% del PIB, y que desangra financieramente al país; las grandes compañías españolas, encuentran serias dificultades para financiar sus proyectos, e incluso para refinanciarse; algunos operadores turísticos anulan reservas ante el temor de algaradas y anarquía en un otoño que se espera caliente.
Otro factor que incide muy negativamente en los mercados, y se interpreta como señal de descomposición de la estructura política, reside en las relaciones entre Gobierno central y autonomías, una muestra de la incapacidad de entenderse, un ejercicio de irresponsabilidad que fuera del país cotiza en los mercados, y no precisamente de forma positiva. Es explicable que muchos acreedores piensen que España no es un país de fiar.
Tanto oposición como líderes sindicales viajan al extranjero para hacer oposición al Gobierno, aunque periódicamente se ofrezcan para pactar. La necesaria cooperación entre unos y otros no existe, y aparecen numerosas muestras de inmadurez política ante un reto de envergadura descomunal. Con todo ello se mina la moral de la sociedad, que cobra conciencia de la dificultad de salir a flote.
Han transcurrido pocos meses desde que empezó la andadura el actual Gobierno y buena parte del equipo da muestras de desgaste y fatiga. Su aceptación social es menguante, pero la oposición socialista tampoco levanta cabeza. Y con ese telón de fondo se debate el rescate anunciado, una decisión que hasta la fecha ha costado el cargo a los que lo han solicitado.
