Es perceptible la creciente demanda de transparencia, que se extiende a todos los ámbitos sociales y que es la consecuencia de muchos años de opacidad, ocultismo y oscurantismo. Han existido muchos temas tabú, dominios reservados y alejados de la curiosidad pública. De pronto, sorprendentemente, muchas barreras se han derrumbado y da la sensación de que pasamos de no saber casi nada sobre muchas cosas a intentar saber todo sobre casi todo.
Años atrás la curiosidad y el cotilleo se proyectaba sobre el famoseo, ese grupo de gentes que venden su intimidad al mejor postor y que convierten de forma interesada su vida en algo así como en un escaparate público, eso sí de pago. Pero esas transparencias, a menudo desnudos integrales de cuerpo y alma, forman parte del comercio y tienen una cotización variable en función del tema y el personaje.
Los políticos, que en general sufren un evidente repudio social, se apuntan, al menos de boquilla, al principio de transparencia, que no deja de ser el viejo reclamo de luz y taquígrafos. Se refiere a las cuentas públicas, al uso y abuso de los recursos de todos, pero ese afán que puede llegar a ser inquisitorial no encuentra frenos y termina por invadir todas las esferas, incluso la privada.
Se sospecha de casi todo y la indisimulada invasión de lo privado, al menos en la esfera económica, va más allá de la relación entre contribuyentes y fisco. Lo que era anónimo y protegido por el secreto, se está convirtiendo en público, como sueldos, bonus, indemnizaciones, pensiones y otras cuestiones que no saltaban a la plaza pública como material para el escarnio.
