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Sumergida

España es cabeza de serie en el campeonato de la economía sumergida, mérito que comparte con Portugal, Italia, Grecia y Chipre. Se estima que la actividad subterránea puede significar algo más del 20% del PIB. Sin tamaño fraude, o incluso reduciéndolo a proporciones más civilizadas, podrían equilibrarse las cuentas públicas. Pero esa disquisición es una hipótesis muy poco pegada a una realidad que no da pruebas de experimentar ningún cambio.
Los expertos debaten sobre un fenómeno fuertemente enraizado en nuestra cultura, si bien muchos piensan que su fuerza reside en la pervivencia de un modelo económico fundamentado en la construcción, los servicios turísticos y las pequeñas empresas, parte nuclear del tejido económico y social. Así que unos consideran que la economía sumergida es causa y otros que es consecuencia de nuestra debilidad estructural.

Parece evidente que el desempleo rampante y el aumento del autoempleo, una forma de resistencia, una salida para buscarse la vida, contribuyen a que ese fenómeno de la economía no se pueda erradicar fácilmente, entre otras razones porque se alimenta gracias a la complicidad de la sociedad, de los muchos que piensan que, gracias a esa vía de escape, otros pueden ir tirando. El argumento sirve para cuando las cosas van mal, y cuando se respira bonanza.
Con un porcentaje de actividad irregular del orden del 20% es obvio que hay mucho que rascar; pero la tolerancia, por acción u omisión, está fuera de toda duda. Está claro que los periféricos, los sureños, somos maestros en esa especialidad que, por otra parte, se practica en todos los países.

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