Sostiene Felipe González, quizá con conocimiento y experiencia al respecto, que los expresidentes del Gobierno son como jarrones chinos, que pueden ser muy valiosos y decorativos, pero no está clara su utilidad ni el lugar que deben ocupar. A veces se convierten en un estorbo. Esa circunstancia, en mayor o menor grado, acostumbra a repetirse en muchos lugares, si bien a la postre es la personalidad de los expresidentes, de los que fueron y se resisten a dejar de ser, el factor más decisivo a la hora de determinar el papel que deben ejercer tras dejar el cargo.
Por otra parte, en la política española, especialmente en la estatal, los que han llegado a la condición de ex lo han hecho en edad temprana, en un momento en el que su carrera vital todavía tenía mucha cuerda. Los últimos presidentes pasaron a segundo plano cuando todavía no les correspondía el papel de jubilados, y en algunos casos se retiraron con prestigio, con activo político propio. La excepción es Zapatero y su propio silencio se corresponde con ese paso a la reserva, a ejercer de perito en nubes.
Quienes rodean y jalean a esos ex, les siguen llamando presidente, aunque ya no lo sean. Y ese acompañamiento coral les debe avivar el deseo de hacerse oír, de defender su legado, de influir en la política y en los políticos, olvidando que su tiempo ya pasó. Hoy gestionan otros y el mando a distancia no funciona.
La vida política, con todas sus miserias, va a seguir y los políticos bastante trabajo tienen en intentar gobernar con el telón de fondo del desafecto generalizado de los ciudadanos. El agua pasada nunca o casi nunca vuelve a pasar bajo los mismos puentes.
