Opinió

Afrontar los cambios éticamente

Estamos en una etapa histórica de pobreza, especialmente en Occidente, que pide una reestructuración de muchos parámetros socioeconómicos debilitados y que han hecho vulnerables a muchas capas de la sociedad. Se deben revisar muchas formas sociales, algunas de ellas basadas en la lucha de clases: ¿por qué aún hoy existen tantas rivalidades entre estamentos sociales, por qué gran parte de la divergencia sindical no se podría replantear mediante otro tipo de diálogo y de propuestas que no sólo estuvieran basadas en la confrontación?

Posiblemente, se debería pensar más en abrir puertas a la capacidad promotora de ideas realizables, generadoras de recursos, tanto intelectuales como materiales, que servirían para mejorar el bien social. Quizás se tendría que revitalizar el mundo agrícola sin dejar de lado el mundo industrial. Quizás la sociedad se tendría que abrir más a formas creativas de participación en el mundo empresarial; en pequeñas y medianas empresas que no esclavizaran a los trabajadores. Seguramente, hay que repensar y renovar la economía familiar, haciéndola menos individualizada y más comunitaria, capaz de retroalimentar los distintos niveles, por ejemplo, entre padres e hijos –no se puede confiar en que todo se solucionará fácilmente en el futuro mediante seguros o subsidios de vida–, y también de dinamizar familiarmente los bienes hacia los hijos en forma de comunión económica. El sentido de posesión que desvela el hecho de tener bienes o dinero, ya sea poco o mucho, a menudo crea una enfermiza sensación de poder.

Sería preciso pensar de nuevo muchas actitudes que se dan por buenas, como pueden ser la capacidad de especulación o las ganas de crecer económicamente sea como sea. Y ¿qué se puede decir del lenguaje incívico de la corrupción, que a muchos les parece una lacra intolerable? ¿Y de la compra de cosas o bienes que uno necesita y que cuando se consiguen son muchas veces una suerte de carga absurda? Quizás se debería pensar más en dejar de vivir por encima de nuestras posibilidades y recuperar el término «esfuerzo personal» y «colectivo». No olvidemos que el lenguaje del pesimismo nos lleva a menudo a no hacer nada. Pasa lo mismo con el de la resignación, que nos conduce a la parálisis. La filosofía del éxito aún planea sobre la sociedad, donde tiene un lugar destacado y sólo valen los que triunfan.

La penuria de las clases más desfavorecidas y vivir en una sociedad líquida, cuyo relativismo exagerado hace que no tenga una mínima consistencia, ya que no existen contenidos aceptados por todo el mundo; porque las mayorías callan, se conforman aunque no estén de acuerdo y dan por bueno todo lo que se les pone por delante. Las actitudes pasivas lo impregnan todo. La sensación de que no hay nada que valga la pena o que tenga valor, provoca una impresión de vacío que afecta a buena parte de la sociedad de nuestro tiempo.

Existen aspectos como el relativismo o la insolidaridad frente al concepto de persona que deforman las relaciones humanas y, a veces, se deja amortecer la valoración de la existencia de los otros, cosa que provoca una falta de entusiasmo para vivir la propia vida. ¡Cuánta penuria por el empequeñecimiento del concepto de disfrutar de estar vivos! ¡Cuántos no saben aprender a ser, pero sin embargo no se olvidan de tener… Muchos hoy tienen presente enseñar a tener, pero no a ser.

Hay una gran fuerza interior en la persona que no se utiliza para los demás. Y, en cambio, esta cree en el espíritu de servicio y de solidaridad. Muchos piensan que la capacidad espiritual es para unos cuantos que viven en las nubes, y a los que fácilmente se les considera idealistas. ¡Cuántas corrientes ideológicas no trabajan para amortecer la dimensión espiritual de la persona? La estrechez económica hace silenciar la realidad global de ésta, de manera que le arrincona y anula la personalidad y en el fondo le empequeñece la existencia. Mucha gente dentro de esta situación de crisis desnuda el concepto de persona y lo reduce a la pura racionalidad o aún peor, le niega a éste cualquier trascendencia. Resulta cierto que la destrucción de los principios sólidos conduce al caos y hace que algunos busquen actividades que masifican y amodorran a la sociedad.

Entre otras cosas, quizás se podría pensar en la necesidad de potenciar una pedagogía de los valores en el mundo de la economía pública y privada, es decir, en la sociedad civil y en los que gobiernan, tanto en lo que respecta a los municipios y las familias, como en los individuos y así trabajar, fundamentalmente, para que los valores sean reconocidos y vividos en la ciudadanía que también sufre la penuria moral, la de la convivencia o la de las relaciones sociales.

“La sensación de que no hay nada que valga la pena o que tenga valor provoca una impresión de vacío que afecta a buena parte de la sociedad”

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