Opinió

Inconsciente colectivo

El 8 de marzo de 1908 las trabajadoras de la fábrica Cotton de Nueva York se declararon en huelga pidiendo una jornada laboral de 10 horas, el mismo salario que los hombres y mejoras en las condiciones higiénicas. Ante esas justas demandas, el dueño mandó cerrar las puertas de la fábrica con ellas dentro, y así encerradas, el muy bestia prendió fuego al edificio. Más de 100 mujeres murieron abrasadas ese día, y por eso conmemoramos el Día de la Mujer Trabajadora. Los sufrimientos que durante toda la historia han padecido las mujeres han permanecido muchos siglos en el inconsciente colectivo (C.G. Jung), y hoy, afortunadamente, salen del subterráneo de la mente y pasan a la conciencia lúcida de más de la mitad de la Humanidad.

La cosa empezó en el Neolítico, cuando el pastor de Sumer y Acad, domesticó a la mujer al mismo tiempo que lo hacía con sus animales, aunque no siempre con el éxito que el patriarca deseaba, entre otras cosas porque ella no era una cabra más de su rebaño. Desde la rebelión de las sufragistas sin duda hemos avanzado, y casi nadie discute que la cultura que nos precede -machista, guerrera y depredadora de la Naturaleza- ha tocado fondo. Nosotras, en el mundo entero, hemos pasado a la acción, y eso no hay quien lo pare. Pero no podemos borrar de un plumazo la deriva androcéntrica que aún perdura. Lo he escrito otras veces: las ideas influencian. Las ideas moldean el mundo y a sus habitantes. Y las ideas de eminentes cerebros masculinos contribuyeron a mantenernos sujetas, aunque eso significara privar a la sociedad del talento femenino, y por lo tanto contribuir a empobrecerla y sesgarla.

Schopenhauer, por ejemplo, (El amor, las mujeres y la muerte, 1851) se entretuvo en sentenciar que la mujer es un ser de cabellos largos e ideas cortas. Y el grandioso y trágico Nietzsche tuvo la desfachatez de escribir que “el hombre debe ser educado para la guerra, y la mujer para solaz del reposo del guerrero (…) Que el hombre tema a la mujer cuando ella odie; porque en el fondo de su corazón el hombre está simplemente inclinado al mal, pero la mujer es malvada (Así hablaba Zaratrustra, 1883), Nietzsche dixit, el superhombre educado entre mujeres, al que tan pésimamente le fueron los asuntos amorosos. O, cómo no, es famoso el antifeminismo de Rousseau, que también se explayó a gusto poniéndonos a parir. Y no olvidemos a papá Freud, que se pasó un montón con lo de la envidia del pene, que dice mi amiga Visi que eso a ella le parece una generalización gratuíta, pues caso de tenerla -la envidia-, seguro que no sería de todos los penes. El asunto no está para frivolidades, es cierto, especialmente cuando somos muy conscientes de las agresiones sexuales y de los asesinatos de mujeres y de niñas en buena parte del planeta.

Ha habido -y aún hay- una guerra de los sexos, a pesar de que en nuestra área cultural ahora se llame “guerra de los sesos”, que para el caso da igual, pues mira por donde también la sesera la tenemos diferente. Y con guerra no puede haber amor y, claro está, el desencanto sigue ahí. Porque además de los crímenes abominables, de la privación de educación en varios países, del menor salario por el mismo trabajo, del acoso sexual en el ejército y en otros colectivos, etc…, ¿qué mujer en su sano juicio puede sentir admiración ante la forma de actuar de ciertos mandarines de la política? Aparte de la catadura moral, por sí sola concluyente, mis amigas juran que no se les mueve ni una fibra ni con los más guaperas, y se apiadan de las legítimas que aguantan a semejante macherío.

Y si la nuestra ha sido una imagen deformada entre la polaridad Eva-María, o lo que es lo mismo: entre la femme fatale, Pandora de todos los males, bruja, viuda negra y putón desorejado, y en el otro platillo de la balanza la bobalicona con languidez próxima al vahído, pura, casta y sumisa tirando a idiota, si la imagen femenina ha sido, repito, una invención interesada de nuestro ser como mujeres -una invención que les iba de perlas a la mayoría de los hombres-, la imagen de esos tipos que nos han hundido, en cambio, corresponde a la más cruda realidad. Es el límpido espejo de una cultura en derrumbe. Muy difícil lo tienen las que esperan encontrar al Príncipe Azul entre esos modelos masculinos de aparente triunfo social. Vamos, ni siquiera al Príncipe Lila. Y es que en los asuntos de las mujeres el inconsciente colectivo se ha despertado, y hoy resulta una evidencia que el ser humano tiene que mejorar. No es que piense que nosotras, las mujeres, seamos unas santas. Pero nuestra forma de incidir en la realidad no es, ni de lejos, tan generadora de dolor. Y además, la erótica, mayoritariamente, no la tenemos enfocada hacia el poder. Eso seguro.

“En los asuntos de las mujeres el inconsciente colectivo se ha despertado, y hoy resulta una evidencia que el ser humano tiene que mejorar”

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