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Sacrificios

La política de imponer sacrificios, más o menos indiscriminados, estruja a las clases medias y a los autónomos, desprotege aún más a los más desfavorecidos y castiga a la economía productiva. El Estado hinca el diente en cualquier presa, aumenta la imposición directa e indirecta, generaliza el copago farmacéutico, encarece las tasas universitarias y reduce prestaciones sociales con el fin de alimentar las estructuras existentes. Saturno devora a sus propios hijos.
Marcha atrás  en todo lo que se asocia a la llamada sociedad del bienestar; las prestaciones sociales se van reduciendo y el efecto combinado con el aumento de la presión fiscal provoca un explicable malestar social. Ese panorama sombrío se traduce en algo así como en un  regar con gasolina las calles. El malestar se multiplica y las manifestaciones ganan las calles, con el riesgo de que el hastío se banalice o pueda desembocar en anarquía, en la espiral griega. La fiebre es presagio de lo peor.

Hasta el momento es cierto que la mayor parte de la sociedad ha admitido, muy a su pesar, que se imponía corregir los excesos pretéritos con una dura dieta. La mayoría entiende que el mundo feliz del pasado es irrecuperable y que de una forma u otra hay que pagar la factura de una fiesta que ya terminó.
El problema es que la dieta de sacrificios puede resultar estéril si no va acompañada de estímulos al crecimiento. De momento, sólo se aprecia desolación y desesperanza ante el frenesí recortador que se nos impone. Los políticos tienen que esforzarse para convencer a la ciudadanía de que los sacrificios van a servir para algo.

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