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Se habla cada vez más de economía de consumo colaborativo, que algunos llaman compartida y otros entienden que es una expresión de una tendencia comunitarista. Hay varios ejemplos de éste fenómeno, pero algunos han cobrado rápida popularidad por enlazar con estilos de vida en expansión y ligados a la utilización de las nuevas tecnologías. La aparición de un canal de alquiler de apartamentos turísticos e incluso el intercambio de casas entre desconocidos, es una fórmula que gana adeptos, así como el de Uber, la plataforma de intermediación de viajeros en coche.

El alquiler de apartamentos o el intercambio de casa, pretende reducir la factura de cualquier viaje. El alojamiento, a la postre, supone alrededor del 50% del presupuesto de un viaje turístico o de placer. En el precio está la principal razón de éxito de esta fórmula. La demanda no escasea, el producto se vende directamente a través de las redes sociales y en muchos casos escapa al control del fisco.

Detrás de esa economía colaborativa es frecuente que haya economía sumergida y beneficios para ambas partes. Lo malo, razones de seguridad y otras al margen, es que supone una competencia desleal para los negocios que pagan sus licencias, tienen personal dado de alta, etc. Por eso no les falta el rechazo de buena parte de la sociedad

Los taxis, otro ejemplo, está sufriendo el acoso de Uber y viven una competencia descarnada de lo que llaman una innovación disruptiva que pone en jaque a los que pagan sus licencias con una competencia desleal y pirata. El problema es que ese nuevo estilo de actuar se carga al anterior y sus reglas. Es el campo sin puertas.

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