Uno de los legados de la pasada bonanza económica, y paradójicamente de la pasada por la izquierda, reside en un hecho un tanto sorprendente: la brecha entre ricos y pobres se ha disparado al nivel más alto en los últimos treinta años en los países de la OCDE. El año pasado la desigualdad alcanzó en España el nivel más elevado desde 1995 y en la Europa de los veintisiete sólo Letonia, Lituania y Rumanía superaban a nuestro país en disparidad de rentas.
La bonanza, cosa del pasado, no se traslada de forma automática a la reducción de la desigualdad y las políticas correctoras han ido perdiendo efecto como redistribuidores de riqueza. En España el 10% más pudiente de la población gana como promedio 11,9 veces más que el 10% más desfavorecido. En los países más igualitarios, como la República Checa, Dinamarca, Bélgica, Austria y Finlandia, ese multiplicador no llega a 6.
Corregir la desigualdad no es fácil y en los momentos de ciclo bajo la brecha salarial y social se agiganta con la exclusión progresiva de parte de las clases medias. La sociedad está más dividida y descohesionada, y los expertos de la OCDE advierten que los Gobiernos deben revisar su sistema fiscal para asegurar que los más ricos contribuyen en su justa medida en el pago de impuestos. Ese es el debate de ahora en la mayoria de países desarrollados.
Otro problema no menor, una manifestación más de la desigualdad, reside en las crecientes diferencias de renta y oportunidades entre generaciones, entre padres e hijos. En muchísimos casos los hijos parecen condenados a vivir peor que sus padres, lo que no deja de ser un grave paso atrás.
