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Cuentas

Al menos desde el Gran Capitán, lo de las cuentas claras parece no ir con el común de los españoles. Los que están quebrados, que no son pocos, suelen guardar facturas en los cajones con la vana ilusión de que el paso del tiempo arregle los descosidos que permanecen ocultos. Así que periódicamente se revisan las cifras y aparecen números peores, desviaciones imprevistas y trampas para elefantes. La calidad de las cuentas españolas está en entredicho.
La desconfianza alcanza niveles máximos, tanto aquí como fuera, lo que todavía es peor. Parece poco comprensible que una entidad pase de declarar un beneficio de 300 millones de euros a aflorar unas pérdidas de 3.000 millones en apenas unas semanas. La diferencia abismal está en el cambio de gestores: unos tenían interés en enmascarar y edulcorar el desastre y los nuevos quieren mirar por todos los rincones para no cargar con los muertos celosamente guardados.

Recesión, desempleo, profundización del riesgo país, morosidad y otras desgracias colaterales, así como criterios contables discrecionales, explican que los títulos de  la mitad del sistema financiero estén en la categoría de bonos basura y que los mercados hayan puesto en cuarentena todo lo que huele a España, sin  casi diferenciar entre galgos y podencos.
Pagan justos por pecadores. Y el Gobierno va a remolque de la realidad y su política de bandazos se está pagando cara. Cuando las cuentas se asemejan a cuentos, nadie se fía de nadie. Urge terminar con el vodevil de medias verdades, que son medias mentiras. El enfermo probablemente agradecería conocer el alcance de sus males.

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