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Resignación y desfachatez

La rápida supresión de derechos sociales en sanidad, vivienda, educación, dependencia, etc. arrastra un rosario de situaciones difíciles que se viven desde la soledad, a veces incluso con pudor, tratando de ocultarlas por una falsa vergüenza.
Y eso, a pesar de que resulta difícil distinguir a simple vista si alguien ha dejado ya de tener condición de asegurado o beneficiario, y ya no tiene derecho a atención sanitaria, porque ésta ha dejado de ser universal, aunque muchas personas no lleguen todavía a creérselo. Siguen siendo los mismos, pero ya no tienen los mismos derechos y tienen que iniciar un largo periplo para conseguir los recursos que le permitan ser de nuevo personas a los ojos de quienes se creen con capacidad de tales distingos.
Porque, incluso a sus ojos, todos nos hemos vuelto sospechosos y presuntos defraudadores, precaución que les obliga, en un escrupuloso ejercicio de ese tan alto deber al que han sido llamados, a recordártelo, por si acaso. Se ha tenido que prescindir de medicamentos necesarios, asumir los genéricos a pesar de que no “sientan tan bien”, porque para todo no alcanza; sustituir la ambulancia por un taxi o por el coche de un familiar para ir al hospital a recibir tratamiento, porque tampoco estamos para excesos; decidir entre seguir comiendo, que ya es un vicio muy arraigado, o pagar determinadas facturas, lo último siempre el alquiler o la hipoteca, que el techo es sagrado, y menudas se las gastan los bancos. Hemos “aceptado” recortes salariales, reajustes de horario y de plantillas, despidos por causas objetivas, que a todas luces eran improcedentes, y hemos “asumido” despidos improcedentes como quien te hace un favor. Se ha prescindido del comedor, de actividades extraescolares, de excursiones y material escolar, porque hay otras prioridades. Y hemos tenido que afrontar un sinfín de otras decisiones, también difíciles, dolorosas con las que hemos ido asumiendo que, con la crisis, el estado nos volvía la espalda, nos dejaba en la estacada, teniendo que cargar solos y en privado, competencias que creíamos públicas y compartidas.
Muchos pensábamos que cada vuelta de tuerca hacía más inminente un estallido social, pero las protestas se iban agotando, sordas, con una resignación que ni Job hubiese aceptado. Pero si asistíamos a la resignación con sorpresa, más sorpresa nos provocaba todavía el descaro con el que algunos han desvalijado las entidades financieras, han engañado a sus clientes, han logrado plusvalías millonarias o se han desviado fondos de todos  para rescatarlos, y la desfachatez con que algunos gobernantes imponían esas medidas. Y no estoy hablando solo de Wert, porque es el único que todavía está convencido que recortar en educación es mejorar su calidad, porque lo suyo no se arregla ni con una adaptación curricular significativa.

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