Opinió

Condiciones ecológicas

Si las predicciones de eco-catástrofes para un futuro inmediato se confirman es hora de asignar a los problemas ecológicos un papel fundamental.

“Todo el mundo habla del tiempo que hace, pero nadie hace nada por remediarlo”, reza un dicho inglés. Análogamente, todo el mundo habla de ecología y de equilibrio entre el hombre y su medio, pero aquí no ha pasado nada, o por lo menos nada digno de nota, que permita sospechar un viraje radical en el presente curso de la humanidad hacia un cataclismo. En vista de ello, muchas gentes sinceramente preocupadas por el asunto proponen que cada uno de nosotros haga algo; algo modesto si se quiere, pero efectivo cuando se multiplica por millones.

El frenesí automovilístico de las principales ciudades carga la atmósfera y los nervios; los conductores de los vehículos se pasan el tiempo tratando de encontrar un estacionamiento, y como generalmente no dan con él, circulan sin pausa, pero con prisa. ¿Por qué no echar mano siempre que se pueda de medios de transporte públicos? Con el fin de satisfacer nuestros apetitos de consumo, permitimos que se multipliquen industrias que contaminan nuestras aguas y que cercan nuestras ciudades con sus asfixiantes entornos. Preguntarse por qué se consumen tantas cosas inútiles y se engendran tantos desperdicios, es hacerse cuestión de un tipo de sociedad que ha supervalorado el consumo en detrimento de otras actividades.

Por desgracia, nada de eso, por sí mismo, puede ir muy lejos. La solución de los problemas ecológicos no se consigue con medidas puramente individuales. Estas corren el peligro de funcionar como las Damas de la Caridad, muy dispuestas a eliminar la pobreza, pero no sus causas. Abstenerse de matar animales cuya extinción causa desequilibrios ecológicos es cosa excelente, pero no basta con conservar y preservar; hay que alterar las condiciones que impiden la conservación y la preservación.

Bien, se dirá, esto es precisamente lo que todo el mundo propone. Políticos de todas las cuerdas, directores de empresas, economistas, ingenieros, etc., están de acuerdo en que hay que hacer algo para mejorar las relaciones entre el hombre y su medio. Se toman medidas, se aprueban leyes y se castigan infracciones. Siempre que todo el mundo esté dispuesto a dar prioridad a las cuestiones ecológicas, habrá esperanza.

Este consuelo es magro tan pronto como se descubre que se funda en una falacia. Dar prioridad absoluta a las cuestiones ecológicas es suponer que se han resuelto en principio muchos de los problemas raciales, nacionales, económicos, políticos, sociales, etc. Ahora bien no sólo estos problemas no están resueltos, sino que son justa y precisamente los que determinan las alarmantes condiciones ecológicas actuales. Por lo pronto las empresas que proponen tomar medidas para evitar el deterioro progresivo del medio natural han contribuido y siguen contribuyendo a aquel.

Es lógico pensar que el desequilibrio ecológico tiene en lo político y social sus componentes fundamentales. Por tanto, parece obvio que cualquier solución tendrá que ser muy radical.

Las recomendaciones de “retornar a la tierra” y las protestas contra la sociedad de consumo, que tenían un aire tan ingenuo, puede adquirir de este modo un nuevo sentido. En su fondo late el deseo de que los hombres cambien a fondo, rectificando fundamentalmente su trayectoria histórica.

Un tipo enteramente nuevo de sociedad es una verdadera revolución cultural y para que ésta tenga sentido ha de consistir, en una dimensión esencial, en reconocer que no sólo el hombre tiene derecho a existir. El hombre no es moralmente viable a menos de permitir que lo no humano –la tierra, el aire, el agua, y el fuego, y las innumerables especies animales y vegetales- exista y prospere. Vivir consiste asimismo en convivir y en dejar vivir. En dejar vivir a nuestra madre, la tierra.

“El hombre no es moralmente viable a menos de permitir que lo no humano exista y prospere”

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