Opinió

Si no está estropeado, no lo arregles

Quienes se empeñan obsesivamente en arreglar lo que no está averiado padecen el síndrome del arreglador. Se trata de un singular bricolaje, a caballo entre el activismo y el orgullo. En definitiva, un despropósito. Porque si se pretende arreglar lo que funciona bien, es más que probable que se conseguirá estropearlo. Todo el mundo conoce a especialistas en esta práctica, aunque resulte estúpida. Algo atractivo tiene que encerrar esa pretensión, cuando está tan extendida. El proverbio cherokee que figura como título de este artículo describe perfectamente el síndrome.

¿Por qué se hace tantas veces lo que es tan evidentemente estúpido? Bueno, porque algo hay que hacer. No vamos a quedarnos con los brazos cruzados. A algunos habría que maniatarlos para que no hiciesen tantas cosas dañinas con la mejor intención, para que no estropeasen lo que va bien. Otro posible motivo es la vanagloria. El protagonista de este bricolaje absurdo se siente importante, atribuyendo la avería a los demás y apuntándose el mérito del arreglo.

En política hay quien intenta cambiar una actividad que es del agrado de todos. Funciona, da frutos, tiene un éxito razonable y reconocido. Pues no: hay que modificarla, hay que cambiarla, hay que tratar de que parezca otra cosa. Sucede cuando hay cambio de gobierno en un país, o en un autonomía o en una ciudad. Lo que había, de pronto, ya no vale. Porque lo decidieron otros. Aunque esté funcionando, se quita lo que había y se crea algo nuevo. O se le cambia lo necesario para que no resulte reconocible. Sin análisis, sin consulta. Porque sí. Porque ahora mandamos nosotros.

El señor Wert entró en Educación y suprimió la asignatura de “Educación para la ciudadanía”. Le faltó tiempo para lanzase a promulgar una nueva ley que no contó ni con un solo voto favorable de la oposición. Todos los demás están equivocados. Solo nosotros tenemos razón.

Sucede con programas, con acciones, con personas y también con las cosas El nuevo jefe manda retirar todos los muebles del despacho porque no son de su gusto, aunque estén nuevos. Manda cambiar todos los cuadros, aunque sean excelentes y los nuevos cuesten una fortuna. Es el síndrome del arreglador.

En la empresa pasa lo mismo. Hay jefes que, para hacerse notar, dicen cosas de este porte: “ A partir de mañana se harán las cosas de otro modo”.Sin aportar razones, sin consultar a nadie. Quieren dejar bien claro que allí mandan ellos. Actúan como si lo más importante fuesen su persona y sus creencias. No importa lo que digan los demás y, mucho menos, lo que diga la realidad, aunque ésta hable a gritos diciendo que todo estaba bien.

El síndrome del arreglador funciona en todas las parcelas de la vida. También en medicina. Si esas pastillas están dando resultado, si el paciente se muestra contento, ¿por qué hay que cambiarlas? Hay quien se deja deslumbrar por las novedades, quien rinde culto a la último que se ha presentado en el mercado (en este caso en la industria farmacéutica). Pero está muy claro que no siempre lo nuevo es lo mejor. Si el paciente está grave, algo hay que hacer. Pero no cualquier cosa. Si no respira bien, de nada servirá cortarle una pierna. Y, si tiene gangrenada la pierna, de poco servirá instalarle un marcapasos. De modo que habría que terminar con eso de que ”algo hay que hacer”.

No todo cambio es una mejora. No toda innovación es valiosa. No todo intento de arreglo consigue que funcionen las cosas, sobre todo si no estaban averiadas.

Entra un nuevo entrenador en un equipo. Lo que antes valía, ya no vale. Lo que antes practicaban, ya ha de caer en desuso. Porque ahora hay uno nuevo, que tiene otras ideas, que tiene que hacerse notar. Si venían jugando bien con una táctica, ahora hay que pasar a otra.

Como estamos inmersos en una oleada de campañas electorales, vamos a ver florecer el síndrome del arreglador hasta la saciedad, una vez que culminen con los resultados y empiecen a gobernar los elegidos: “Esto, fuera”, “esto se acabó”, “esto hay que hacerlo de otra forma”, “esto no sirve”, “esto tiene que tener otro nombre”…

No están encaminadas estas reflexiones a defender el inmovilismo, el pasotismo, el conformismo y la rutina. La rutina es el cáncer de las instituciones. Hay muchas cosas que mejorar, hay muchísimas que cambiar. Pero no hay que modificar de manera irreflexiva, caprichosa y estúpida las cosas que están funcionando bien. No hay que arreglar aquello que no está roto.

No es lógico colegir que todo lo nuevo es mejor que lo que ya existe, que toda innovación, per se, es beneficiosa y que toda decisión de acabar con lo que ya tenemos va a conducirnos al paraíso. “Demos un paso hacia adelante”, dijo aquel aventurero con entusiasmo cuando se hallaba a medio centímetro de un precipicio. No lo contó. El problema se agrava cuando la decisión de avanzar hacia el desastre se impone desde las estructuras del poder arrastrándonos a todos hacia el abismo.

“No hay que modificar de manera irreflexiva, caprichosa y estúpida las cosas que funcionan bien”

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