Opinió

Ahora algunos se quejan

Ahora muchos se llevan las manos a la cabeza al comprobar la bazofia en la que se ha convertido una parte de la isla de Mallorca. Esa zona costera en la que se arremolinan hordas de jóvenes provenientes de otras zonas de Europa en busca de sol asegurado, música bacaladera, barras gogó que no cierran hasta el día siguiente, apartamentos lowcost/ofertón/todoincluido en los que se hacinan borrachos que empalman una cogorza con la siguiente (eso si antes no se han dejado la vida o parte de la salud emulando al rey de la selva de liana en liana, o de balcón en bacón, que para el caso es lo mismo), y pubs y discotecas que ofrecen como reclamo la fiesta de la camiseta empapada marcando tetas, el 2×1 en la hora feliz, o incluso la última moda de barra libre si no tienes pudor y te subes en pelotas a ella, y conviertes el tugurio en un mal sucedáneo del Bar Coyote.

Ahora se quejan y se rasgan las vestiduras. Y entre estos farisaicos puritanos a lo mejor están también los que desde hace años se dedicaron a promocionar este turismo cutre y de baja ralea por la costa mediterránea española, pensando que ese era el verdadero y casi único motor de la economía española; y digo casi único porque también pensaban que el becerro de oro era el ladrillo a pie de playa, perfecto complemento del anterior, que hizo aparecer hoteles que engulleron las dunas y macro complejos turísticos que rompieron éticas y estéticas.

Nos hemos vendido durante tanto tiempo como el destino turístico por excelencia para los amantes de la noches interminables aguantadas a base de litros de alcohol barato, que veíamos con auténtico deleite cómo aterrizaban en los aeropuertos las masas enloquecidas, cómo invadían tal cual hunos las playas y los chiringuitos, cómo arrasaban los bufés de los hoteles llenando el bandullo para todo el día, o cómo convertían las piscinas de estos establecimientos en discotecas de música estridente desde primeras horas de la mañana.

Ese era el turismo que fomentábamos desde nuestras propias agencias de viajes y organismos; esa era la enseña de ese país, la auténtica marca España, y a falta de glamur por lo menos llenábamos las plazas hoteleras de todo el Mediterráneo, que ya se sabe que a caballo regalado es de mal gusto mirarle los dientes, aunque su aliento apeste y tenga toda la dentadura podrida.

Pero ahora parece que algunos se escandalizan de que en algunas zonas de la isla mallorquina (Magaluf como epicentro de esta chabacana movida nocturna), el desmadre sea de aúpa; que se ofrezca beber de gorra toda la noche a cambio de que las extranjeras que ya no se sostienen de pie vayan consolando a los machitos puestos en fila a base de felaciones, o de que cada verano haya algún que otro muerto entre los descerebrados que no calcularon bien el salto desde la terraza a la piscina situada ocho metros más abajo, y por eso tiene que regresar a su casa, no en clase turista, sino metido en un ataúd en la bodega de un vuelo chárter.

¡Qué penosa imagen para la isla, esto del sexo oral en Magaluf!, dicen algunos. ¡Esto no se puede consentir ni un día más!, dicen otros. Sin embargo, muchos hosteleros y no pocos politiquillos del tres al cuarto se enorgullecían de tener sus locales llenos y el porcentaje de ocupación hotelera por las nubes. Y es que la cuestión es muy sencilla: ¿Quién fomentó durante tanto tiempo esta clase de turismo? ¿Son los que nos visitan quienes nos imponen sus vulgares costumbres, o más bien somos nosotros los que les ponemos delante de la boca lo que ellos quieren comer? Porque si es esto último, no nos quejemos luego de que ensucian nuestra imagen y nuestras calles, y de que tenemos que recoger sus vómitos. Aunque apesten.

“Ahora parece que algunos se escandalizan de que en algunas zonas de la isla mallorquina el desmadre sea de aúpa”

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